Hoy tengo mi primer contrato desde que llegué a Londres, y siento que voy a morir de la emoción.
El evento es una boda en un jardín espectacular, con vistas al río Támesis. Desde que recibí el correo de confirmación no he parado de sonreír, pero ahora, mientras intento ponerme los zapatos sin tropezar con los juguetes de Ares, los nervios me tienen al borde del colapso.
Me miro al espejo una última vez.
Llevo el cabello suelto con ondas suaves, un maquillaje natural y un conjunto elegante: pantalón beige, blazer blanco y una blusa de seda color perla. Profesional, pero con mi toque.
—Listo —murmuro, respirando hondo—. Primera sesión en Londres, allá vamos.
Solo hay un pequeño detalle…
No tengo niñera.
Miro a Ares, que juega con su osito en la alfombra, completamente ajeno a mi crisis.
—Ay, hijo… ¿cómo vamos a hacer contigo? —le digo, acariciándole el cabello.
Tomo mi cámara, mi bolso y, sin pensarlo dos veces, salgo de mi apartamento y toco la puerta de James.
Escucho sus pasos al otro lado y en cuanto abre, suelta un suave “wow”.
—¿Qué? —pregunto, un poco sonrojada.
—Nada —dice, sonriendo—. Solo… te ves increíble.
Ruedo los ojos, aunque no puedo evitar sonreír.
—Gracias, pero necesito tu ayuda. ¿Tienes alguna niñera que puedas recomendarme?
—¿Niñera? —repite confundido, cruzándose de brazos.
—Sí —respondo rápido—. Tengo un trabajo y no puedo llevar a Ares. Estoy desesperada, James, no conozco a nadie aquí.
Él se queda pensativo unos segundos, y luego suelta una sonrisa traviesa.
—Pues… puedo ser su niñero.
—¿Tú? —pregunto, arqueando una ceja.
—Claro. Soy pediatra, Brenda. Sé cuidar niños, incluso más que muchas niñeras. —Se encoge de hombros—. Además, Ares me cae bien.
No puedo evitar reírme.
—No sé si confiarte a mi hijo o si debería llamar a emergencias preventivamente.
—Confía en mí —dice con tono convincente—. Pasaremos un gran día.
Lo miro, y en el fondo sé que puedo confiar en él. James ha sido amable, paciente, dulce con Ares… y conmigo también.
—Está bien —respondo al fin, suspirando—. Pero si cuando regrese mi hijo aprendió a comer galletas con ketchup, te mato.
Él ríe.
—Trato hecho.
Le explico lo básico: la leche, los pañales, los juguetes preferidos, los horarios. Él escucha atentamente, incluso toma nota en su celular, lo que me hace soltar una carcajada.
—Eres más aplicado que muchas niñeras, Callahan.
—Y más guapo también —responde con una sonrisa pícara.
—No me hagas arrepentirme —le digo divertida, entregándole a Ares.
Antes de irme, Ares me estira los brazos, como si no quisiera soltarme.
—Mami vuelve pronto —le susurro, dándole un beso en la frente—. Te dejo con el doctor divertido.
James ríe y lo acomoda en su brazo con naturalidad.
—Ve tranquila, Brenda. Lo cuidaré como si fuera mío.
Y esas palabras, aunque simples, me dejan una sensación cálida en el pecho mientras camino hacia el ascensor.
Pido un auto y cuando llego al lugar me quedo sin palabras.
El jardín está decorado con guirnaldas de luces blancas, flores en tonos pastel y una enorme carpa transparente que deja ver el cielo nublado de Londres. Es el tipo de escenario que cualquier fotógrafo soñaría capturar.
Camille, la chica que me contrató, se acerca a mí con una sonrisa radiante.
—¡Brenda! Qué gusto verte por fin en persona —dice, extendiéndome la mano.
—El gusto es mío, gracias por confiar en mí —respondo, intentando disimular la emoción.
—Por favor, llámame Cami. Ven, te presento al resto del equipo.
Me guía hasta una mesa donde hay dos chicas encargadas de las flores y un chico revisando el sonido.
Mientras hablamos de los horarios y los momentos clave, saco mi cámara y comienzo a revisar la luz, el enfoque y las configuraciones. Me siento en mi elemento, como si todo el estrés de la mudanza y la maternidad quedara atrás por unas horas.
Camille me entrega una lista.
—Estos son los momentos que los novios quieren que captures: la llegada, el intercambio de votos, el primer baile y… bueno, los invitados divirtiéndose. Dicen que tienes un talento para capturar emociones.
—Eso intento —respondo con una sonrisa—. Me gusta pensar que las fotografías pueden congelar los sentimientos, no solo los gestos.
Camille asiente con entusiasmo y me deja trabajar.
Acomodo el lente, ajusto la correa de mi cámara y empiezo.
Fotografío los arreglos florales, los detalles de las copas, el pastel cubierto de flores naturales. Luego llega la novia: un vestido de encaje, sonrisa temblorosa, ojos llenos de ilusión.
Me acerco con cuidado y le muestro las primeras fotos en la pantalla.
—Estás radiante —le digo, y sus ojos se llenan de lágrimas.
—Gracias —responde—. Es el día que siempre soñé.
Durante la ceremonia, busco los ángulos perfectos, juego con la luz, me muevo sin hacer ruido.
Cada clic de mi cámara se siente como una respiración, una historia.
Cuando los novios se besan, el sol asoma tímidamente entre las nubes, tiñendo el momento con una luz dorada. Siento la piel erizarse. Es perfecto.
Después, durante el banquete, capturo risas, abrazos, copas que chocan. Un niño corre entre las mesas con un globo, una anciana se limpia las lágrimas discretamente mientras los novios bailan.
Son esos pequeños detalles los que hacen mi trabajo especial.
En un descanso, me siento en una esquina con mi café y reviso las fotos en la cámara.
Me sorprende lo bien que han salido.
Y, sin quererlo, mi mente se va hacia Ares… y hacia James.
Me pregunto qué estarán haciendo.
Seguramente James le está enseñando a decir “pediatra”, o tal vez lo esté paseando por el parque con esa sonrisa suya que parece derretir hasta al más gruñón.
Suelto una pequeña risa y niego con la cabeza.
No debería pensar en él de esa manera, pero hay algo en James… algo que no puedo ignorar.
No solo es amable. Tiene esa calma que te hace sentir segura, como si el mundo dejara de pesar por un instante.
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Editado: 29.11.2025