Mierda, sería un mentiroso si dijera que no moría por besarla.
Desde esa noche no he podido sacarla de mi cabeza.
Estoy comprando desayuno para llevarle a ella y a su pequeño Ares; también llevo flores, porque es algo que a las mujeres les gusta.
No sé si es demasiado pronto o una locura, pero algo dentro de mí me dice que quiero verla sonreír esta mañana.
Cuando llego a su apartamento, toco la puerta y escucho los pasos pequeños del niño corriendo antes de que ella aparezca.
Brenda abre la puerta con el cabello recogido en un moño desordenado, una camiseta grande y esa sonrisa que me desarma cada vez.
—James… ¿qué haces aquí tan temprano? —dice riendo suavemente.
—Buenos días. Traje desayuno —respondo levantando las bolsas—. Y flores, porque… no sé, pensé que te gustarían.
Ella se queda mirándome unos segundos, sorprendida, antes de aceptar las flores.
—Son preciosas. Gracias —susurra mientras las huele.
Ares se me acerca y levanta los brazos para que lo cargue. Lo alzo sin pensarlo, y el pequeño se acomoda en mi pecho como si ya fuera algo natural.
—Te ganaste su corazón —dice Brenda, divertida, mientras pone la mesa.
Desayunamos juntos, los tres, y por primera vez en mucho tiempo siento que pertenezco a algún lugar.
Mientras Ares come un trozo de pan con mermelada, Brenda me mira con ternura. No dice nada, pero no tiene que hacerlo. Lo siento en el aire.
—¿Sabes? —le digo después de un rato—. Cuando estoy aquí, todo parece más fácil.
—¿Fácil?
—Sí, como si la vida fuera más bonita.
Ella sonríe y baja la mirada, disimulando el rubor en sus mejillas.
Terminamos de desayunar y ella dice:
—Oye, ¿lo puedes cuidar mientras me baño?
Sonrío.
—Claro, anda tranquila.
Brenda me deja a Ares en brazos y se va hacia la habitación. Escucho la puerta del baño cerrarse y el sonido del agua comenzar a caer.
Ares me mira con esos enormes ojos curiosos, balbucea algo que no entiendo y sonríe, mostrando sus pequeñas encías.
—¿Qué pasa, campeón? —le digo en voz baja—. ¿Tú también crees que tu mamá es increíble?
El pequeño ríe, como si entendiera perfectamente lo que dije.
Tomo uno de sus juguetes y se lo muestro. Él extiende las manitos intentando atraparlo, pero falla, y suelta una carcajada que me derrite por completo.
—Oye, vas a tener a todas las chicas comiendo de tu mano, ¿eh? —bromeo mientras lo alzo y lo hago volar en el aire.
Sus risas llenan todo el apartamento, suaves, dulces… contagiosas.
Me quedo mirándolo un momento más, y una sensación cálida se apodera de mí. No sé qué es exactamente, pero se siente bien. Se siente… correcto.
—¿Sabes, Ares? —le digo, hablándole como si pudiera responderme—. Tu mamá es fuerte, trabajadora, y tiene una sonrisa que podría iluminar todo Londres.
El bebé se apoya en mi pecho, bostezando, y poco a poco empieza a dormirse.
Lo acomodo con cuidado en mis brazos y camino por la sala, balanceándolo suavemente.
Cuando Brenda sale del baño, con el cabello aún húmedo y una toalla en la mano, me encuentra sentado en el sofá, con Ares dormido sobre mí.
Sonríe al vernos.
—No sabía que eras tan bueno con los bebés —dice en voz baja, para no despertarlo.
—Ni yo —respondo con una sonrisa pequeña—. Pero este pequeño tiene algo especial.
Ella se sienta a mi lado y el aire cambia.
Su perfume —una mezcla entre coco, vainilla y algo que no logro descifrar— se mete bajo mi piel como si me conociera de antes. Es dulce, adictivo… imposible no notarlo.
—Gracias por todo, James —dice con esa voz suave que siempre me deja sin palabras.
La miro. No debería decir lo siguiente, pero sale solo.
—Puedes darme un beso de agradecimiento.
Ella sonríe, divertida, y por un segundo pienso que va a negarse. Pero no lo hace.
Se inclina lentamente hacia mí y sus labios rozan los míos en un beso corto, cálido, inesperado.
Es apenas un instante, pero lo suficiente para que todo mi cuerpo se encienda.
Cuando se separa, noto el rubor en sus mejillas, y cómo evita mirarme directamente.
Ares se mueve un poco entre mis brazos, recordándonos que no estamos solos.
—Eso fue… —empiezo a decir, pero ella me interrumpe con una sonrisa tímida.
—Un agradecimiento —responde, poniéndose de pie.
Y aunque trato de no demostrarlo, sé que ese simple beso acaba de convertirse en mi pensamiento favorito del día… y probablemente de la semana.
Ella se acerca con dos chocolatinas en la mano y una sonrisa que me derrite más que cualquier cosa.
—¿Quieres? —pregunta, alzando una de ellas.
—Sí, claro —respondo, y nuestras manos se rozan cuando me la pasa. Esa mínima chispa me recorre entero.
—Pongo Netflix —dice, caminando hacia el mueble con ese paso tranquilo que tiene cuando está en confianza.
Se sienta a mi lado, en el sofá, y busca algo entre las opciones. Al final elige una comedia romántica, de esas que siempre terminan bien… aunque yo solo puedo concentrarme en la manera en que juega con su cabello o en cómo se ríe de los diálogos.
Ares duerme en su cuna portátil, y por primera vez en mucho tiempo, el silencio de un hogar no me pesa.
Ella apoya la cabeza en mi hombro a mitad de la película, y sin pensarlo paso un brazo por encima de ella.
El tiempo se detiene ahí: su respiración suave, el aroma a chocolate, el sonido leve de la televisión llenando el espacio.
No sé en qué momento cierro los ojos, solo sé que no quiero que termine.
Y cuando me doy cuenta, ella ya está dormida sobre mi pecho, con una paz tan dulce que me cuesta moverme.
Sonrío.
Quizás esto —este momento tan simple— sea exactamente lo que no sabía que necesitaba.
Mi alarma suena y me sobresalto un poco.
Miro el reloj: las 5 de la tarde.
Todavía tengo tiempo para llegar al hospital, pero el simple hecho de levantarme y alejarme de ese momento me cuesta.
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Editado: 29.11.2025