Dos papás, un Destino

Capítulo 9

Hoy Londres amaneció con un sol extraño, uno de esos que parece querer esconderse detrás de las nubes, pero igual ilumina todo Londres.
Decido aprovecharlo. Tomo mi cámara, meto en el bolso un par de juguetes, la cobijita de Ares y su tetero.

Estamos en Hyde Park, uno de mis lugares favoritos para fotografiar. Las hojas otoñales cubren el suelo como una alfombra naranja y dorada, y la luz se filtra entre los árboles como si el día entero quisiera posar para mí.

Ares ríe en su cochecito mientras las palomas revolotean cerca. Le tomo fotos, muchas. Sus mejillas están rosadas por el frío y sus ojitos brillan de emoción.
Abro la laptop para subir las fotos a mi página —vivo de esto, de vender mis imágenes y de los pequeños contratos que me surgen gracias a ellas— y por un instante siento que todo va bien.

Hasta que escucho un pequeño quejido.
—Ares… —murmuro, acercándome.

Su rostro está enrojecido, y al tocarle la frente, siento su piel ardiendo.
Mi corazón se acelera.
—No, no, no, mi amor… ¿te sientes mal?

Lo tomo en brazos, y su llanto comienza suave, pero pronto se vuelve más agudo. La gente me mira, pero todo se vuelve ruido de fondo.
Intento calmarlo, darle agua, pero no deja de llorar.

Mi mente se nubla.
Y, sin pensarlo dos veces, marco el número de James.

—¿Brenda? —responde de inmediato.
—James, no sé qué le pasa a Ares. Tiene fiebre, está muy caliente y llora mucho. Estoy en Hyde Park, cerca del lago.
—Tranquila —su voz cambia, ahora suena firme, profesional—. Quédate ahí, voy en camino. No te muevas.

Me siento en el pasto, con Ares en mi pecho. Le acaricio el cabello mientras intento que se calme. Las lágrimas se me escapan, y no sé si son por miedo o por impotencia.

A los quince minutos que parecen una eternidad, James aparece corriendo entre la multitud, con su chaqueta azul y su estetoscopio colgando del cuello.
—Dámelo —dice suavemente.

Lo revisa con calma, toca su frente, revisa su respiración, y finalmente me mira con una sonrisa tranquila.
—Está bien, Brenda. Es solo una fiebre leve, seguramente un resfriado por el cambio de clima. Vamos al hospital a revisarlo, ¿sí?

Asiento sin poder hablar. Me levanta el bolso, acomoda el cochecito y me rodea los hombros con un brazo.
Su calidez me hace sentir a salvo, por primera vez en mucho tiempo.

En el taxi, Ares se duerme apoyado en su pecho, y James lo mira con una ternura que me rompe.
Yo lo observo y pienso en lo irónico que puede ser el destino: a veces el hombre perfecto no aparece cuando lo buscas, sino cuando crees que ya no lo mereces.

Nos bajamos del taxi frente al hospital, y James me ayuda a cargar a Ares. Él no deja de toser y su piel está más pálida que antes. Siento que el corazón se me sale del pecho.

—Tranquila, ya estamos aquí —dice James, intentando sonar calmado, aunque noto la preocupación en su voz.

Entramos directo al área pediátrica. James, que conoce a varios médicos allí, consigue que lo atiendan de inmediato. Lo examina él mismo, con cuidado, mientras yo observo desde una esquina, con las manos juntas y los ojos llenos de lágrimas.

—Tiene una infección respiratoria bastante fuerte, Brenda —dice finalmente, sin despegar la mirada del pequeño—. Su saturación de oxígeno está baja, así que vamos a dejarlo hospitalizado para controlarlo y administrarle antibióticos.

Siento un vacío en el estómago.
—¿Dejarlo? —pregunto con la voz rota.
—Sí… es lo mejor. No te preocupes, va a estar bien. Solo necesita un poco de ayuda para respirar mejor —responde James con dulzura.

Ares gime bajito y extiende su manita hacia mí. Me acerco rápido, le beso la frente.
—Mamá está aquí, mi amor… no te voy a dejar.

James me pasa un pañuelo y me toma de la mano.
—Yo me quedo contigo esta noche si quieres —dice.
—Gracias, James… no sé qué haría sin ti.

Él sonríe apenas y acaricia mi mejilla.
—No tienes que hacerlo sola, Brenda.

James se queda conmigo todo el tiempo. Está sentado a mi lado, sin despegarse ni un segundo.
El sonido de las máquinas me taladra la cabeza, cada pitido me recuerda lo frágil que es todo.

—Ven aquí —me dice en voz baja.
Me acerco y él me rodea con su brazo. Siento su calor, su fuerza.
—No voy a dejar que te derrumbes, ¿me oyes? —susurra.

Me muerdo el labio para no llorar más.
—Tengo tanto miedo, James… es lo único que tengo. Si le pasa algo, no sé qué haría.
—No le va a pasar nada. Es fuerte, como su madre —me responde, mirándome con una ternura que me desarma.

Las horas pasan lentas. Ares tose de nuevo y corro hacia él. James revisa los monitores, presiona el botón para llamar a la enfermera.
—Su fiebre subió —dice preocupado—. Van a ajustar la dosis de antibióticos.

Observo todo con el alma en vilo.
James me toma la mano, su pulgar acaricia el dorso lentamente.
—Aguanta, pequeño… aguanta —murmura.

Ares comienza a calmarse poco a poco, su respiración se vuelve más tranquila. Yo suelto el aire que llevaba atrapado en el pecho.
—Gracias, Dios —susurro, acariciando su cabello suave.

James me mira con los ojos enrojecidos y dice despacio:
—Te juro que no voy a dejarte sola nunca más, Brenda.

James me dice que bajemos a la cafetería por algo de comer, que la enfermera se quedará con Ares mientras tanto.
Dudo unos segundos, pero él insiste con esa voz serena que logra calmarme.
—Vamos, Brenda, necesitas comer algo. No puedes cuidar de él si te desmayas del cansancio.

Asiento despacio y bajamos juntos por el ascensor. El sonido de las puertas cerrándose me hace sentir que dejo una parte de mí arriba, junto a mi hijo.

La cafetería huele a café recién hecho y pan tostado. Hay poca gente, solo un par de doctores conversando en voz baja.
James pide dos trozos de pizza y dos botellas de agua.
—No es un banquete, pero servirá —dice con una sonrisa cansada.




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