Jania.
—Me deben tres meses de renta, yo también tengo mis necesidades básicas —dice la Sra. Estela, con su regadera de plástico color naranja en la mano a mitad de agua—. Tienen tres días para desalojar, o tendré que solicitar una demanda de desalojo.
Mi corazón se acelera, no quiero llegar a extremos, en sí, está en todo su derecho.
Le termina de echar agua a una planta pequeña dentro de un envase redondo, tiene espinas, creo que esa planta se llama aloe.
—Entiendo —respondo un tanto nerviosa, le doy la vuelta para así atraer más su atención—, pero solo le pido unos días más, no creo encontrar un lugar en tres días.
—Tuvieron tres meses ya no puedo darte más días —Coloca la regadera sobre la orilla de su ventana, cabiendo a la perfección como si hubiera sido hecho a la medida.
La Sra. Estela me esquiva, entrando a su casa y cerrando la puerta. Hace un día soleado, con nubes despejadas y un sol que ilumina hasta el último rincón con su rayito. Hasta pareciera un día feliz, en el cual una familia saldría de campo; pero es solo eso, un parecería.
Suelto un suspiro.
En la pequeña vecindad vivimos cinco familias —contando a la dueña y a mí—, o mejor dicho vivía ya que prácticamente me acaban de echar.
Entró a nuestro piso, que a decir verdad no es pequeño, es un departamento grande, pues cuento con dos recamaras, sala, comedor, cocina y baño. Me encamino a la alacena, donde colocó los vasos, platos y cubiertos. De arriba, sacó una caja de madera, la abro y la dejó sobre la mesa. Por más que trabaje, no logro juntar los tres meses de renta.
El funeral de mi mamá se llevó gran parte —y no es porque no haya querido pagar la renta y ahorrarme un dinerito—, pero al menos, me quedo con la satisfacción de haberla despedido como lo merecía.
Entre tantas preocupaciones, mis tripas rugen hambrientas; colocó la caja donde la saque y voy al refrigerador. Saco la comida de esta semana para calentarla.
Camino a la cocina, tomó el encendedor y con el dedo pulgar, presiono y bajo, provocando ese sonido rasposo. Doy vuelta el botón de la estufa a la izquierda, acercó la llama del encendedor a los pilotos lo más rápido que puedo sin quemarme, pero no prende, lo intentó otras veces más sin ningún logro. Hasta que comprendo que se acabó el gas.
«Otra vez»
Boto el encendedor y decido calentar mi comida en el microondas como las veces anteriores que nos quedamos sin gas.
Le doy dos minutos para que mi comida se caliente bien mientras que miro a mi alrededor las cosas que sirven y otras que no, como esa alacena grande, solo ocupa espacio y cuando nos cambiemos pesará un montón. En el instante que el pitido del microondas suena, una idea viene a mi mente.
Saco mi comida y la colocó sobre la mesa, arrastró una silla y me siento. Con todos los años vividos en este lugar siento feo tener que decirle adiós. Mi hermana llegó cuando tenía un año y yo no había nacido. Fue después de un año que yo nací, crecí alrededor de mi hermana y mi mamá, mi papá ya se había separado de mamá. Creo que la engañaba, pero nunca quise saber más, nosotras ya teníamos bastantes problemas como para saber si ese señor nos engañaba, porque si fue así, no solo traicionó a mamá sino también a nosotras.
Mi talón sube y baja, a veces quisiera controlarlo porque puede desesperar a las personas. También intentó comer despacio o sino me puede hacer daño, como me decía mi mamá, pero hoy parece que estoy en esos días en que no tengo control. No controlo mi talón que sube y baja como tampoco controlo la rapidez con la que como, la inquietud no deja mi cabeza.
La intranquilidad de saber que tengo tres días para buscar un lugar no me deja acabar mi comida. Me levanto de la silla, y voy a la sala a sacar cosas las cuales pueda vender y ayudarme para completar y pagar el primer depósito que piden y un mes de renta.
Dentro de una caja de cartón meto las cosas que voy a vender, también saco un mueble de plástico pequeño de tres pisos color blanco, que se ocupaba para poner verdura y fruta, aunque a veces colocamos comida enlatada.
Anteriormente había visto personas vender sus pertenencias en una calle específica, ya que no puedes andar vendiendo en plena vía pública. El lugar se llama: Callejón plata-oro. Supuestamente lo llamaron así porque se cree que hay cosas inservibles, pero ahí se hallan las mejores piezas. Ojo, nada es hurtado, todo es legal.
Las dos cajas se llenan de cosas: figuras de cerámica, los típicos cuadros de paisajes con casas en el campo; calles de algún lugar del mundo; y otro del atardecer de una playa. Una vez preparados los cuadros —que nunca pinte —, y los cachivaches, salgo, pongo las cajas en el piso y saco mi apreciado transporte: una bicicleta. No es muy bonita, lleva desgaste por los años pero me ayuda demasiado.
Una caja la amarró adelante sin que me obstruya mi campo de visión y la otra atrás con la ayuda de una soga. Ya preparadas las cosas salgo a las calles de la Ciudad de Meneveria hacia al norte.
Paso unas que otras calles, a lo lejos veo un letrero con bordes blancos y un fondo color café que dice Calle plata-oro. Disminuyó la velocidad como iba acercándome, dobló la esquina y por fin he llegado.
De ambos lados se encuentran abarrotados de personas vendiendo; me bajo de la bici adentrándome a la calle, busco el lugar donde se encuentra una vieja amiga mía. Como a mitad de calle, la encuentro.
—¡Ey! Creí que no vendrías —Me da un abrazo y me ayuda con mi bicicleta.
—Se me hizo tarde porque estaba hablando con la sra. Estela —le digo—. Ahora sí que me he quedado en la calle.
Se detiene abruptamente.
—¡¿Ya te corrió?! —exclama abriendo los ojos.
—Lo que se dice ya, sí. Me pidió hoy el lugar —respondo, desenredando el nudo que hice para bajar las cajas—. Me dio tres días.