El abrazo del Diablo

CAPÍTULO 2: Y volví a verte, Diablo

Iba cada domingo a misa, oía la palabra de Dios y las súplicas y clamores de algunas; siempre me pregunté, ¿por qué asistían más mujeres adultas que varones? Y… ¿por qué eran más los varones quienes confesaban sus pecados con el Padre en el confesionario?

He oído que muchos se han vuelto adoradores de la Palabra de Dios por un clamor ya concedido; en otras palabras, así como una retribución por su [de Dios] gran corazón.

¿Podrá existir la envidia en la Iglesia? Es decir, he oído que a la mayoría de ellos les ha cumplido algún deseo, alguna súplica no material. Entonces, ¿por qué no a mí? Me preguntaba viéndolas de soslayo. ¿Puede curar un cáncer y no puede darle un abrazo a una adolescente de 14 años?

¿Existe la envidia? ¿Lo mío era envidia o era una discordia a las preferencias de Dios sobre a quién ayudar y a quién no? Me parecía ridículo, me sentía egoísta y cruel. Me decía; “ellos lo merecen, merecen ser felices”, ¿yo no? “Es bueno que ahora les vaya bien en el trabajo, ¡podrán darse sus gustos!”, ¿yo no?

Mientras regresaba a casa y veía cómo todos sacaban su móvil y hablaban con alguien por este medio, sentía una dolencia en el pecho; también tengo un celular, solo que le falta contactos y amigos, muchos amigos. Así que, veía el arrebol y el paisaje en aquel recorrido, ¿por qué el recorrido era largo? Ah… sí, vivía en un anexo.

—¡Pare! —decía antes de llegar a casa.

La combi se detenía y yo le pagaba con monedas; veía cómo se iba y miraba mi casa frente mío, respiraba profundo, agarraba los laterales de la mochila y las apretaba para darme valentía.

Luego de unos segundos caminaba e ingresaba a casa, sonreía, mucho, y los saludaba con ánimos. Pero hoy, hoy no era así.

—¡¡¿Qué es esto?!! —inquirió mi madre asiendo la carta de la Muerte.

—Ma~

Hubo golpes, llantos, disculpas, gritos y prohibiciones.

El domingo siguiente fui a confesar mi pecado por orden de mi madre. “¿Quién es Diablo?”, preguntó el Padre; “es mi consuelo”, respondí, “pero ya no lo tengo” acoté.

Creí que no volvería a verlo jamás, pero no fue así.

Lo vi en el parque, un mes después; y él se quitaba el guante de cuero negro de su mano derecha mientras veía a la anciana sentada, sola, en la banca, bajo el árbol ornamental a mediodía. Y cuando estuvo por tocarla, yo lo llamé.

—¡¡Diablo!! —exclamé, y este se detuvo, volteó a verme y cuando su mirada se posó en la mía, sonrió.

“Sabueso”, me llamó amenamente.




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