El aire dentro de la casa se sentía pesado. No era la temperatura, ni la humedad del pueblo. Era algo más profundo. Algo que se escondía en las paredes, en el crujido de la madera vieja, en los silencios incómodos que flotaban entre su madre y su padre, en los espacios vacíos donde los recuerdos de su infancia solían estar.
Maya se quedó de pie en la entrada por un momento, sosteniendo su maleta con una mano, observando la sala como si esperara ver algo diferente. Pero no había nada nuevo. La misma alfombra, los mismos muebles de madera oscura, las mismas fotografías enmarcadas sobre la chimenea, algunas de ellas amarillentas por el tiempo. Todo estaba igual, y al mismo tiempo, todo se sentía ajeno.
La voz de su madre rompió el silencio.
—Te preparé tu habitación. Todo sigue como lo dejaste.
Maya sonrió levemente y dejó su maleta junto a las escaleras.
—Gracias, mamá.
Elena Moreno la observó con una mezcla de ternura y preocupación, como si su hija fuera a desaparecer de nuevo en cualquier momento. Desde que Maya se fue del pueblo, hacía años, su madre nunca se quejaba ni le reprochaba nada, pero su mirada siempre decía más que sus palabras.
Antes de que pudiera responder algo más, la voz de su padre resonó desde el otro extremo de la casa.
—Maya.
Carlos Moreno apareció en el umbral del comedor, con su postura rígida y sus ojos oscuros clavados en ella. No había calidez en su mirada, ni siquiera la cortesía de un reencuentro. Solo análisis. Evaluación. Como si estuviera calculando cuánto había cambiado su hija desde la última vez que la vio.
Maya respiró hondo y se enderezó.
—Papá.
Carlos le hizo un gesto con la cabeza.
—Ven al estudio. Tenemos que hablar.
Era una orden, no una invitación.
Elena se movió incómoda, pero no dijo nada. Maya le dirigió una última mirada antes de seguir a su padre.
El estudio de Carlos era el único lugar de la casa donde Maya nunca se sintió bienvenida. La madera oscura de las paredes, los estantes llenos de libros sobre economía y negocios, el escritorio imponente de roble… Todo en esa habitación estaba diseñado para hacer sentir pequeño a quien entrara.
Carlos se sentó detrás del escritorio y le indicó que tomara asiento frente a él.
Maya cruzó los brazos.
—Prefiero quedarme de pie.
Su padre la observó en silencio por un instante antes de inclinarse ligeramente hacia adelante.
—Sabes por qué te llamé.
Maya mantuvo su expresión neutral.
—Voy a suponer que no fue por nostalgia.
Carlos sonrió, pero no había humor en su gesto.
—Eres parte de esta familia. Tarde o temprano, tienes que asumir tu responsabilidad.
Maya sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Si te refieres al negocio, ya te dije hace años que no me interesa.
Carlos apoyó los codos sobre el escritorio y entrelazó los dedos.
—No se trata de interés. Se trata de lo que es correcto.
Maya apretó los dientes.
—¿Correcto para quién?
—Para la familia. Para el pueblo. Para ti.
—¿Para mí? —su voz sonó más cortante de lo que esperaba—. ¿Cómo exactamente arruinar una reserva natural es bueno para mí?
Carlos exhaló lentamente, como si estuviera conteniendo su paciencia.
—No es arruinar, es desarrollo. Es una oportunidad para que este pueblo crezca, para que la gente tenga empleos, para que podamos modernizarlo.
Maya negó con la cabeza.
—No. No es desarrollo. Es destrucción. Es borrar lo que hace especial este lugar.
Su padre se recargó en la silla y la observó con detenimiento.
—Siempre fuiste testaruda.
—Y tú siempre has creído que todo se puede solucionar con dinero y poder.
El ambiente en la habitación se volvió más denso.
Carlos apoyó las manos en el escritorio con calma, pero sus ojos tenían una chispa de advertencia.
—No vine a discutir contigo. Vine a ofrecerte una oportunidad.
Maya soltó una risa amarga.
—¿Una oportunidad?
—Si trabajas conmigo en este proyecto, si demuestras que eres capaz de tomar decisiones racionales y no emocionales, te daré lo que quieras.
Maya entrecerró los ojos.
—No quiero nada de ti.
Carlos inclinó la cabeza.
—¿No? ¿Ni siquiera el control total de la clínica veterinaria en la ciudad?
El corazón de Maya dio un salto.
Él lo sabía. Sabía que su sueño era abrir su propia clínica, que había trabajado duro durante años para lograrlo, que había pasado noches en vela buscando cómo financiarlo.
Y ahora lo usaba como moneda de cambio.
—Eso es bajo —susurró Maya, con la rabia creciendo en su pecho.
Carlos se encogió de hombros.
—Es un trato. Algo que beneficia a ambas partes.
Maya lo miró fijamente.
—No.
Su padre la contempló en silencio.
—¿Esa es tu última palabra?
—Sí.
El silencio que siguió fue más pesado que todo el viaje de regreso al pueblo.
Carlos se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio.
—¿Sabes lo que significa decirme que no?
Maya no parpadeó.
—Significa que no puedes comprarme..
Un músculo en la mandíbula de su padre se tensó.
—Significa que te conviertes en un obstáculo.
El estómago de Maya se encogió, pero mantuvo la mirada firme.
Carlos la observó un instante más antes de caminar hacia la puerta y abrirla.
—Sal de mi estudio.
Maya permaneció unos segundos inmóvil, respirando profundamente, antes de girarse y salir sin mirar atrás.
Al cruzar el umbral, encontró a su madre en el pasillo, con la expresión tensa.
Elena la tomó del brazo con suavidad.
—Maya…
Maya la miró, y por un segundo, sintió que su madre quería decirle algo más. Algo importante. Pero al final, Elena solo suspiró y le acarició la mejilla.
—Solo… ten cuidado.
Maya asintió levemente y subió las escaleras sin responder.
Cuando cerró la puerta de su habitación, sintió que su cuerpo temblaba levemente.
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Editado: 03.03.2025