El pueblo dormía.
Desde su ventana, Maya observaba las calles desiertas, apenas iluminadas por las farolas antiguas que proyectaban sombras alargadas sobre los adoquines. La escena, que en su infancia le infundía calma y seguridad, ahora parecía cargar otro significado en la penumbra de la noche.
Había algo en el aire, algo que la inquietaba.
Incapaz de hallar reposo, se revolvió en la cama una vez más. Desde la discusión con su padre, un hormigueo recorría su cuerpo, una energía ansiosa que iba más allá del mero enojo que aún ardía en su pecho. Era algo más profundo, algo que la llamaba de forma irresistible.
Instintivamente, sus ojos se dirigieron hacia la ventana.
El bosque.
Desde su regreso al pueblo, cada noche se le aparecía la misma sensación: aquel mar de árboles oscuros parecía observarla, aguardando algo de ella. La idea, aunque absurda, no se apartaba de su mente.
Maya exhaló con fuerza, apartó las cobijas y se levantó.
La casa estaba sumida en un silencio absoluto. Su padre aún no había vuelto, o al menos eso suponía, ya que no había oído sus pasos al entrar. En cambio, su madre dormía en su habitación, probablemente acosada por el mismo sueño inquieto que la había acompañado siempre.
Se puso un suéter ligero sobre la camiseta y, con pasos sigilosos, salió de su habitación. Bajó las escaleras con cautela, evitando aquellos escalones que crujían, que le recordaban a su niñez, cuando se escabullía para observar las estrellas en el patio. Esta vez, sin embargo, no se detendría allí.
Con un movimiento suave, deslizó la puerta trasera y salió al exterior. El aire nocturno la envolvió de inmediato, acariciando su piel con una frescura cargada de humedad y algo indefinible, una vibración que parecía emanar del ambiente.
Se detuvo un instante, permitiendo que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Frente a ella, el bosque se erguía como un gigante dormido, sus sombras entrelazadas formando un muro impenetrable de secretos y susurros.
El primer instinto fue la duda. Carlos siempre le había advertido que ese lugar no era seguro. Desde niña, había escuchado prohibiciones veladas y el tono áspero de su padre cada vez que mencionaba el bosque. Pero ahora, al estar parada en el umbral de la casa, todo lo que le habían dicho se volvía insignificante ante la certeza palpitante que le latía en el pecho.
No era solo curiosidad. Era un llamado que se colaba en cada respiración y le erizaba la piel, como el eco de un recuerdo olvidado. Esta vez, Maya decidió responder.
Con el corazón acelerado, dio el primer paso, luego otro, y sin mirar atrás se adentró en la oscuridad.
El sendero se desdibujaba bajo la tenue luz de la luna, apenas un rastro de tierra entre la maleza. Las sombras de los árboles se alargaban en la penumbra, envolviendo todo en un velo de misterio. Maya avanzaba con cautela, sintiendo el crujir de las hojas secas bajo sus pies y el eco de sus pasos retumbando entre los troncos, como si el bosque entero la escuchara.
El viento soplaba con una suavidad inquietante, haciendo que las ramas se mecieran y susurraran secretos ininteligibles. No había nada extraordinario en aquella noche, pero en su interior vibraba una intensidad desconocida, como si cada latido de su corazón se sincronizara con la tierra que pisaba.
El aire estaba repleto de sonidos: el lejano ulular de un búho, el roce sutil de la brisa entre las hojas, y el incontrolable ritmo de su propia respiración.
Y entonces, lo sintió.
Un escalofrío recorrió su nuca, una corriente helada que le erizó la piel. No era el frío de la noche ni la humedad del ambiente, sino la certeza absoluta de que no estaba sola.
Maya se detuvo de golpe. El bosque pareció detenerse junto a ella: el viento calló, las ramas dejaron de susurrar. Por un instante, la naturaleza entera contuvo el aliento.
Con la mirada recorrió la espesura en busca de alguna señal, de cualquier indicio de lo que su instinto le advertía. No vio nada, pero lo supo de forma visceral: alguien la observaba.
El latido de su pecho se convirtió en un tambor insistente y su respiración se volvió lenta y contenida, como si al exhalar temiera revelar su posición. La luz de la luna apenas se filtraba entre las copas, proyectando sombras caprichosas que se deformaban y retorcían con el movimiento del aire. Maya entrecerró los ojos y se concentró en la penumbra.
Un crujido a su derecha la hizo girar la cabeza de inmediato, tensando su cuerpo por reflejo. Y entonces, lo vio: apenas una silueta, una sombra alta y esbelta recortada contra la oscuridad del bosque. Permanecía inmóvil, con una postura que no parecía casual, sino calculada y deliberada.
El frío en su pecho se intensificó. Aunque su pulso se aceleraba, sus pies se mantenían fijos en el suelo.
—¿Quién está ahí? —preguntó en un susurro.
No hubo respuesta. La figura se quedó quieta, sin moverse ni desvanecerse, simplemente observándola. Un escalofrío más profundo recorrió su ser, no por miedo, sino por la inquietante certeza de que aquel encuentro no era fortuito. No se trataba de un hombre cualquiera perdido en el bosque, ni de un caminante nocturno o un aldeano errante. Había algo extraño en él.
La oscuridad parecía fundirse en su figura, como si formara parte del bosque mismo. Sin emitir ruido alguno ni moverse con el viento, se mostraba imperturbable. Maya frunció el ceño e intentó entrever algún rasgo de su rostro, pero la penumbra lo ocultaba por completo.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó con cautela.
El viento sopló entre ellos, pero la silueta no se movió. Durante un largo instante, solo el silencio los separó.
Entonces, sucedió algo que le robó el aliento: el desconocido inclinó la cabeza. El gesto, sutil casi hasta la imperceptibilidad, bastó para hacerle sentir que era objeto de estudio. El aire entre ellos pareció cambiar; la noche se plegó a su alrededor como si algo invisible y primitivo se hubiera despertado en ese encuentro.
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Editado: 03.03.2025