El bosque del lobo

El Proyecto de Carlos

Maya despertó con un nudo en el estómago. La noche anterior había dejado una marca profunda en su mente. El bosque había susurrado su nombre, y aunque había regresado a casa, la presencia de la figura misteriosa seguía rondando sus pensamientos. Sabía que algo importante estaba por ocurrir, que su vida en el pueblo estaba por cambiar de alguna manera, pero no sabía qué.

La sensación en su pecho seguía viva, palpitante, como si el aire mismo la estuviera presionando para que fuera más allá, para que enfrentara lo que estaba esperando en la oscuridad del bosque. Ese sentimiento de que había algo más allá de lo que podía ver. Algo o alguien que no estaba dispuesto a dejarla ir tan fácilmente.

El sol apenas comenzaba a asomarse sobre las montañas, tiñendo el cielo de un color rosado. Maya se levantó lentamente, sin hacer ruido, y se acercó a la ventana. Miró el paisaje y vio cómo la luz matutina caía sobre los árboles del bosque, que ahora parecían más imponentes que nunca. La inquietud seguía siendo palpable, pero esta vez, no iba a dejar que le controlara.

Esa misma noche regresaría al bosque.

La decisión la tomó sin pensarlo demasiado. Algo la estaba empujando hacia allí, y no podía ignorarlo. Aún no comprendía qué era lo que la había atraído con tanta fuerza, pero no podía dejarlo pasar. Quería saber más, entender qué había sido esa figura que la observaba en la penumbra. Necesitaba respuestas.

Al bajar las escaleras, el aroma del café recién hecho la envolvió. Carlos ya estaba allí, como siempre, inmerso en su propio mundo. Maya intentó mantener la calma mientras se preparaba un café. El silencio de la mañana era extraño, denso. En su cabeza, las preguntas sobre el bosque y las sombras de la noche anterior se entrelazaban con los recuerdos de su padre.

Carlos, por otro lado, parecía no notar nada fuera de lo habitual. Se sentó frente a la mesa con su taza de café, mirando los papeles que tenía delante. Maya se quedó observando un momento, hasta que no pudo más.

—Papá, quiero hablar contigo. —La voz de Maya sonó más firme de lo que esperaba, pero en su interior sentía que el momento había llegado.

Carlos la miró por encima de la taza, su rostro enigmático, como si hubiera estado esperando este momento sin saber cuándo llegaría.

—¿Sobre qué, hija? —Su tono era tranquilo, casi demasiado. Como si no le sorprendiera en absoluto.

Maya respiró hondo, sabiendo que esto no iba a ser fácil. Sabía que, aunque no estuvieran hablando directamente sobre lo que había descubierto, sobre lo que había sentido en el bosque, lo que estaba a punto de decir no lo recibiría bien.

—¿Qué son estos papeles? —preguntó, señalando los documentos que Carlos tenía sobre la mesa. No lo decía con hostilidad, pero la curiosidad y el desasosiego estaban claramente presentes en su voz.

Carlos dejó su taza a un lado y tomó los papeles con calma, como si no fueran más que una rutina diaria. Pero, para Maya, esos papeles representaban algo mucho más grande. Algo que ella no podía ignorar.

—Son solo unos detalles sobre el futuro del pueblo, Maya. —dijo él con un tono relajado. —Estamos planeando una nueva inversión que generará empleos. Un proyecto de celulosa. Estuve revisando los números.

Las palabras de su padre parecían sencillas, pero Maya las sintió como una bomba de tiempo. Celulosa. Esa palabra resonó en su cabeza con fuerza. Sabía que la celulosa era la industria que había comenzado a expandirse en la región, pero hasta ahora había ignorado qué implicaciones tenía realmente. Ahora, al escucharla de la boca de su padre, entendió por fin lo que significaba.

—¿Celulosa? —repitió, su voz más baja, aunque el tono de su pregunta era claro. —¿Es ese el proyecto que estás promoviendo?

Carlos asintió, sin darle mayor importancia, como si fuera un tema trivial. Su rostro no mostraba ninguna emoción, solo una concentración distante.

—Sí. Este pueblo necesita crecer, Maya. El bosque ha estado ahí por generaciones, pero es hora de aprovecharlo. El desarrollo es el futuro, y la celulosa será una de las formas de asegurar el bienestar de todos aquí.

Maya se quedó sin palabras, su mente se rebeló ante la idea. ¿El bosque? Su bosque, el que ella había conocido toda su vida, el que sentía como parte de sí misma, ¿iba a ser talado por dinero? ¿Solo para dar paso a un par de fábricas que, en el mejor de los casos, ofrecerían trabajos temporales? El dolor que sintió fue físico, como si algo le arrancara una parte del alma.

—Papá, el bosque no es un obstáculo, no es algo que haya que destruir. —dijo, su voz comenzando a quebrarse, pero manteniendo la firmeza. —Es parte de lo que somos aquí. Es lo que nos conecta con este lugar.

Carlos la miró fijamente, como si intentara desentrañar lo que pensaba. Finalmente, soltó un suspiro, como si estuviera cansado de que ella no entendiera las implicaciones.

—Tú no entiendes, Maya. Esto es lo que el pueblo necesita. Sin trabajo, sin industria, ¿cómo vas a querer que las personas se queden aquí? ¿Cómo crees que podemos sobrevivir solo con los recuerdos del pasado?

La rabia de Maya creció al escuchar esas palabras. Recordaba las historias de su madre, de su abuela, sobre cómo el pueblo había vivido en armonía con el bosque, respetándolo. Carlos nunca había entendido ese respeto. Él siempre había visto el bosque como un obstáculo, como un terreno que debía ser conquistado y sometido al progreso, sin importar las consecuencias.

—No, papá, no es el progreso lo que necesitamos. Lo que necesitamos es respeto por lo que tenemos. El bosque nos da aire, nos da vida. ¿Qué vamos a hacer cuando ya no esté allí? ¿Cuando el aire ya no sea el mismo? —Maya no podía creer que su propio padre no viera lo que ella veía, lo que todos los que habían vivido allí por generaciones entendían tan bien.

Carlos la observó en silencio, sus ojos fríos y calculadores. Después, simplemente se levantó de la mesa, dejando a Maya allí, parada con el corazón destrozado.




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