El sol comenzaba a colarse entre las cortinas de terciopelo, tiñendo las paredes de un dorado suave. Matías abrió los ojos con dificultad, sintiendo un peso extraño en el pecho. El olor a lavanda y madera pulida le envolvió, un contraste absoluto con el ambiente al que estaba acostumbrado: su pequeño apartamento, siempre oliendo a tabaco y humedad.
Por un momento, pensó que todo era un sueño. Tal vez Esteban lo había noqueado y estaba alucinando, pero algo se sentía demasiado real. Intentó levantarse, y fue entonces cuando lo sintió. Algo estaba terriblemente mal. Sus brazos eran ligeros, casi frágiles, y un tirón incómodo en su torso le dificultaba respirar.
—¿Qué carajo...? —murmuró.
La voz que salió no era suya. Era suave, dulce, como un susurro melodioso. La sorpresa lo hizo sentarse de golpe, aunque el movimiento fue torpe. Llevó una mano a su garganta, intentando reconocer ese sonido, y algo dentro de él comenzó a arder en pánico.
Con el corazón a mil por hora, giró la cabeza hacia un espejo enorme que descansaba al otro lado de la habitación. Lo que vio le cortó el aliento. Evangeline Blanchet, la villana de uno de esos juegos otome que su hijastro solía jugar, le devolvía la mirada.
Cabello rubio que caía en ondas perfectas, ojos violetas que brillaban bajo la luz del sol y una piel tan pálida que parecía de porcelana. Llevaba puesto un vestido blanco ajustado, con corsé incluido. Era ella. Era él. Matías quería gritar, pero su reflejo no dejaba de burlarse de su desesperación.
—¡Esto no puede estar pasando! —jadeó, dando un paso atrás, casi tropezando con la alfombra.
Se tocó el rostro. La piel lisa, los labios suaves, el cabello sedoso... todo era ajeno. Intentó convencerse de que era un sueño. Pero el corsé que lo asfixiaba y las puntas de los tacones clavándose en el suelo le decían lo contrario.
Caminó como pudo hasta el armario, buscando algo, lo que fuera, que le devolviera un mínimo de dignidad. Cuando abrió las puertas, su frustración se hizo aún más evidente. Vestidos. Todos los colores, todos los estilos. Ni un solo pantalón a la vista.
—Por supuesto —gruñó.
Un golpe en la puerta lo sobresaltó. Antes de que pudiera responder, una joven doncella entró en la habitación. Sus movimientos eran precisos, casi mecánicos. Hizo una reverencia, sin mirarlo directamente.
—Buenos días, Lady Evangeline. Su desayuno está listo.
Matías se quedó paralizado. No sabía qué decir, ni siquiera cómo reaccionar. Solo pudo asentir torpemente.
—Gracias...
La doncella desapareció sin añadir nada más, dejándolo a solas con el silencio. La mención de su "nuevo" nombre lo golpeó. Lady Evangeline. Ahora no era solo alguien atrapado en el cuerpo de una mujer, sino en el de esa mujer: la antagonista cruel y manipuladora de una historia que no era la suya.
Con pasos torpes, salió de la habitación. Los tacones dificultaban cada movimiento, y sentía que el corsé lo apretaba más con cada respiración. El pasillo era amplio y opulento, adornado con candelabros dorados y cuadros de personajes que parecían mirarlo con desdén.
Cuando finalmente llegó al comedor, reconoció a la joven sentada al otro lado de la mesa. Isolde. La protagonista del juego, la heroína perfecta que todos adoraban.
—Buenos días, Evangeline —dijo ella, con una sonrisa amable.
Matías tragó saliva. Isolde no tenía idea de quién era él realmente, y eso lo llenaba de un extraño alivio. Decidió mantener la conversación al mínimo.
—Buenos días... —respondió con voz vacilante.
El desayuno llegó pronto, servido por los mismos sirvientes eficientes que parecían flotar por el lugar. Matías apenas probó bocado; su estómago estaba hecho un nudo. Cada vez que alzaba la vista, se encontraba con los ojos de Isolde, que lo observaba con curiosidad.
—Estás diferente hoy —dijo ella de repente.
Matías levantó la mirada, intentando descifrar el comentario.
—¿Diferente? ¿Cómo?
—No lo sé... más tranquila. Usualmente... bueno, tiendes a ser más directa.
"Claro", pensó. Evangeline seguramente no perdía la oportunidad de lanzarle algún comentario venenoso.
—Supongo que no tengo mucho que decir hoy —murmuró, fingiendo interés en su taza de té.
El resto del desayuno transcurrió en silencio. Matías no dejaba de planear. Necesitaba entender las reglas de este mundo si quería salir vivo de aquí.
De vuelta en su habitación, encontró un libro sobre la cama. Las letras doradas en la portada parecían brillar burlonamente: Manual de supervivencia para villanas.
Lo abrió con desconfianza. La primera página contenía una "misión" escrita en una caligrafía perfecta:
Misión 1: Pedir disculpas sinceras a Lady Isolde.
Matías dejó escapar una carcajada amarga.
—¿Disculparme? ¿Por qué debería hacerlo?
Pero incluso mientras lo decía, sabía que no tenía opción. Este mundo seguía sus propias reglas, y si quería sobrevivir, tendría que jugar según ellas.
Cerró el libro con un golpe seco y levantó la vista. El espejo seguía ahí, mostrándole a esa extraña mujer que ahora era su reflejo. Suspiró. Quizá nunca podría acostumbrarse, pero si había algo que sabía hacer, era adaptarse. Aunque esta vez, la batalla sería contra tacones y corsés.