Matías arrojó el libro sobre la cama, como si al hacerlo pudiera deshacerse del peso que sentía en el pecho. Las palabras brillantes de la misión resonaban en su mente como un eco constante: "Pedir disculpas sinceras a Lady Isolde."
—¿Sinceras? ¿Qué demonios significa eso? —murmuró, cruzándose de brazos.
Nunca en su vida se había disculpado sinceramente por algo. Las disculpas eran para los débiles, para quienes no podían imponerse. Matías había pasado toda su vida asegurándose de no estar entre ellos. ¿Por qué tenía que empezar ahora?
Comenzó a caminar de un lado a otro, el roce del vestido contra el suelo siendo un recordatorio constante de lo lejos que estaba de todo lo que conocía. El corsé le apretaba el torso, obligándolo a respirar más despacio de lo que estaba acostumbrado, lo cual solo añadía a su frustración.
—Esto es ridículo... —gruñó, deteniéndose frente al espejo.
El reflejo que le devolvió la mirada era tan ajeno como lo había sido esa misma mañana. Lady Evangeline Blanchet, la mujer que ahora habitaba, era hermosa, pero esa perfección solo lo enfurecía más. El cabello rubio platino caía en cascadas sobre sus hombros, los ojos violetas brillaban con intensidad, y la figura esbelta del cuerpo que ahora ocupaba estaba encerrada en un vestido blanco ceñido con bordados plateados. Era una imagen de lujo y delicadeza que no tenía nada que ver con él.
Matías levantó una mano para tocar el cristal, como si al hacerlo pudiera recuperar algo de sí mismo. Pero lo único que sintió fue la suavidad de sus nuevos dedos, tan ajenos a las manos gruesas y callosas que había tenido toda su vida.
—Esto no soy yo...
Se apartó del espejo con un gruñido, frustrado por su propia impotencia. El manual seguía esperándolo en la cama, y aunque quería ignorarlo, sabía que no podía. La figura encapuchada había sido clara: si no cumplía con las misiones, el infierno sería su destino.
Tomó el libro de mala gana y lo abrió, leyendo nuevamente las palabras que brillaban en la página:
Misión 1: Pedir disculpas sinceras a Lady Isolde.
La idea de disculparse le revolvía el estómago. No porque tuviera algo contra Isolde, sino porque nunca había tenido que disculparse por nada en su vida. Pedir perdón era una señal de debilidad, y Matías había pasado toda su vida asegurándose de ser fuerte, o al menos parecerlo.
—¿Cómo demonios se supone que lo haga? —se preguntó en voz alta.
El silencio de la habitación fue su única respuesta.
Primer Intento
Después de pasar casi una hora dándole vueltas al asunto, decidió que lo mejor era intentarlo de inmediato. No porque quisiera hacerlo, sino porque cuanto antes cumpliera la misión, antes podría librarse de esa tortura. Salió de la habitación, tropezando ligeramente con los zapatos de tacón que aún no había aprendido a manejar, y se dirigió al invernadero, donde le habían dicho que Isolde pasaba las tardes cuidando las flores.
El pasillo era un laberinto de alfombras de terciopelo, paredes decoradas con paneles de madera oscura y candelabros dorados que iluminaban los retratos de miembros de la familia Blanchet. Cada paso resonaba en el silencio, recordándole lo ajeno que era a este mundo.
Cuando llegó al invernadero, se encontró rodeado de un mar de verdes y colores vivos. Plantas de todo tipo llenaban el espacio, desde delicadas orquídeas hasta robustos rosales. El aire olía a tierra húmeda y flores, un contraste con la rigidez opulenta del resto de la mansión.
Isolde estaba allí, inclinada sobre un rosal, sus manos enguantadas mientras podaba cuidadosamente las ramas. Llevaba un vestido sencillo de color azul celeste, y su cabello castaño estaba recogido en una trenza suelta que caía sobre su hombro. Parecía tan natural, tan en paz, que Matías sintió una punzada de irritación.
Se aclaró la garganta, y ella levantó la vista, sonriendo suavemente.
—Oh, Evangeline. ¿Qué te trae por aqui?
Matías dudó por un momento. No tenía un plan real, solo una vaga idea de lo que debía hacer.
—Yo... quería hablar contigo.
Isolde dejó las tijeras de podar y se quitó los guantes, inclinando la cabeza con curiosidad.
—Por supuesto. ¿De qué se trata?
Matías respiró hondo. Esto no era difícil, se dijo a sí mismo. Solo tenía que decir las palabras y marcharse.
—Quiero disculparme.
Isolde parpadeó, sorprendida.
—¿Disculparte? ¿Por qué?
Matías apretó los dientes. Eso complicaba las cosas. No podía simplemente decir "por todo" y esperar que fuera suficiente.
—Por... —vaciló, buscando las palabras—, por cómo te he tratado.
La sorpresa en el rostro de Isolde se transformó en una expresión de cautela. Cruzó los brazos, observándolo detenidamente.
—¿Y por qué te disculpas ahora?
Matías sintió cómo la irritación comenzaba a burbujear en su interior. ¿Por qué no podía simplemente aceptar la disculpa y dejarlo en paz?
—Porque... —se interrumpió, dándose cuenta de que no tenía una respuesta.
Isolde no apartó la mirada. Sus ojos azules eran serenos pero penetrantes, como si pudiera ver a través de él.
—Evangeline, si esto es alguna especie de broma o estrategia, preferiría que fueras honesta.
Matías apretó los puños, luchando contra el impulso de gritarle. En lugar de eso, asintió con rigidez.
—Olvídalo.
Se dio la vuelta y salió del invernadero, sus pasos resonando en los pasillos mientras regresaba a su habitación. Cerró la puerta de golpe y se dejó caer en la cama, sintiendo una mezcla de ira y frustración.
Esa noche, mientras intentaba dormir, el manual seguía pesando en su mente. No podía ignorarlo. Pero ¿cómo podía disculparse sinceramente si no sentía remordimiento?
Se levantó y caminó hacia el espejo, observando el reflejo de esa mujer que ahora era su rostro.
—¿Cómo te disculparías tú? —murmuró, como si Evangeline pudiera responderle.