Lucien de Alvernia había aprendido desde muy joven que la corte era un lugar peligroso. Las sonrisas escondían puñales, las palabras suaves solían tener intenciones crueles, y la vulnerabilidad era una debilidad que nadie podía permitirse. Él se adaptó a ese mundo, convirtiéndose en lo que todos esperaban de un futuro rey: inteligente, calculador y siempre con el control absoluto de sí mismo.
Pero detrás de esa fachada, había un lado de Lucien que muy pocos conocían. Un lado que se había permitido existir gracias a una sola persona: Isolde Blanchet.
La primera vez que la vio, él tenía ocho años y estaba cansado de las formalidades interminables de la corte. Fue entonces cuando una niña, torpe y claramente fuera de lugar, tropezó con su falda en medio del salón del trono. El sonido del impacto fue seguido por el murmullo de los nobles y algunas risas discretas.
Lucien no supo por qué lo hizo, pero antes de darse cuenta, ya estaba junto a ella, ofreciéndole la mano.
—¿Estás bien? —preguntó, con el tono serio que siempre usaba, incluso siendo un niño.
Isolde levantó la vista, sus ojos grandes llenos de lágrimas contenidas, y asintió.
—Gracias…
Desde ese momento, algo cambió. Cada vez que la familia Blanchet visitaba la capital, Lucien buscaba a Isolde. Al principio, compartían juegos inocentes en los jardines, lejos de las miradas inquisitivas de los adultos. Con el tiempo, sus conversaciones se volvieron más profundas. Hablaron de sueños, de miedos, de lo que realmente deseaban en un mundo que parecía no escucharlos.
Para Lucien, Isolde era un refugio. No le pedía nada, no esperaba nada de él. Era amable y sincera en un lugar donde la honestidad parecía un lujo imposible. Con los años, su afecto por ella creció, y aunque nunca lo admitió, la amaba. Pero él sabía que no podía decirlo. Isolde lo veía como un amigo, quizá un hermano. Y eso debía bastarle.
Sin embargo, había algo que no podía soportar: Evangeline Blanchet, la hermanastra de Isolde.
Evangeline era todo lo que Isolde no era. Donde Isolde era dulce, Evangeline era cruel. Donde Isolde hablaba con honestidad, Evangeline manipulaba con susurros. Lucien no la había notado al principio. Para él, era simplemente otra noble más, alguien sin importancia. Pero poco a poco, empezó a ver cómo trataba a Isolde.
Evangeline era experta en esconder su crueldad tras una fachada de perfección. Sus comentarios cortantes solían parecer inofensivos para quienes no prestaban atención, pero Lucien veía el daño que causaban. También notaba cómo Isolde evitaba hablar de ciertos temas o cómo llegaba al castillo con una tristeza que intentaba ocultar.
El odio de Lucien hacia Evangeline fue creciendo, aunque sabía que no podía enfrentarse a ella directamente. Como príncipe, debía mantener las apariencias. Pero cada vez que la veía, no podía evitar que su desprecio se filtrara, aunque fuera por un instante.
Cuando su padre anunció el baile para elegir a su prometida, Lucien permaneció en silencio. Era lo que se esperaba de él: que tomara una esposa, que asegurara la línea sucesoria. Pero por dentro, estaba dividido.
Sabía que Isolde estaría entre las participantes. Eso era lo que más temía. Si ella participaba, ¿entendería lo que él sentía? ¿O seguiría viéndolo como un amigo? Y luego estaba Evangeline. Lucien no tenía dudas de que haría todo lo posible por llamar la atención. La sola idea de que pudiera intentar manipular la situación lo llenaba de disgusto.
Esa noche, Lucien observó el cielo desde su balcón. El sol se hundía lentamente en el horizonte, tiñendo el mundo de tonos dorados y naranjas. Respiró hondo, intentando calmar sus pensamientos. El baile sería en una semana, y aunque su deber estaba claro, no podía evitar preguntarse si habría una forma de conciliar sus responsabilidades.
Una cosa era segura: protegería a Isolde. De Evangeline, de la corte, de quien fuera necesario. Porque aunque nunca pudiera decirle lo que sentía, aunque ella nunca lo viera como algo más que un amigo, Lucien sabía que haría cualquier cosa por ella.
Incluso enfrentarse al mundo entero.