El Ciclo De Rian

Capítulo 1 — La habitación 107 (Parte I)

Capítulo 1 — La habitación 107 (Parte I)

Despertó sin recordar cómo había llegado hasta allí. El primer pensamiento no fue una palabra, sino una sensación: un peso invisible presionándole el pecho, como si el aire mismo le negara el permiso de existir.

Abrió los ojos con lentitud. La luz era blanca, pura, sin origen. No venía de lámparas ni ventanas, sino del propio aire, como si la habitación hubiera decidido brillar por sí misma. Las paredes eran lisas y sin juntas, un blanco que se prolongaba hasta el suelo y el techo sin interrupción. Durante un momento pensó que estaba dentro de una fotografía que no terminaba de revelarse.

Se incorporó con esfuerzo. La cama —si podía llamarse cama— era una superficie metálica, fría al tacto, apenas acolchada por una sábana gris. No había mantas ni almohadas. Solo un código grabado en el borde: 107.

El número resonó en su cabeza, aunque no sabía por qué. Ciento siete. Lo repitió en silencio, tanteando el sonido como quien palpa una herida cerrada. No recordaba su nombre. No recordaba si había dormido. Pero algo en el número le resultaba familiar, como una palabra oída en sueños demasiadas veces.

Se levantó. El suelo devolvía un eco sordo, como si bajo él hubiera un espacio hueco. Caminó hasta la pared más cercana; no había puerta visible. Tampoco interruptores, ni respiraderos, ni marcas de unión. Solo una superficie continua, tan perfecta que parecía viva. Apoyó la palma contra ella. La pared vibró levemente, como si respondiera al contacto. Retiró la mano de inmediato.

El silencio era absoluto. No había zumbidos eléctricos, ni aire acondicionado, ni siquiera el sonido de su propia respiración parecía completo. Era un silencio que lo observaba, que esperaba.

—¿Hola? —dijo al fin.

Su voz rebotó sin eco, devorada al instante. Volvió a intentarlo, más fuerte.

—¿Hay alguien ahí?

Nada. Giró sobre sí mismo, buscando algo, cualquier irregularidad. Y entonces la vio: una mesa al fondo, casi fundida con la pared, del mismo blanco que todo lo demás. Encima, una hoja de papel doblada en dos.

Se acercó con cautela, temiendo que el suelo desapareciera bajo sus pies. La hoja era simple, sin arrugas, como si acabara de imprimirse. Al abrirla, encontró una única palabra, escrita con tinta azul:

“Eris.”

El nombre le provocó un escalofrío. No sabía quién era, pero la palabra tenía peso, una textura emocional que lo atravesó de inmediato. La dobló de nuevo y la guardó en el bolsillo, aunque no recordaba haber tenido uno.

Cuando levantó la vista, algo había cambiado. El espejo. No lo había notado antes, pero ahora estaba allí, en la pared frente a la cama. Un rectángulo oscuro, sin marco, demasiado alto para ser un cristal común.

Se acercó. Su reflejo tardó un instante en aparecer, como si el espejo necesitara recordar quién debía mostrar. El rostro que vio no le resultó del todo ajeno, pero tampoco suyo. Tenía el cabello oscuro, algo revuelto, y una piel tan pálida que parecía iluminada desde dentro.

Los ojos —eso fue lo que lo perturbó— no se movieron al mismo tiempo que los suyos. Retrocedió un paso. El reflejo no lo imitó.

—No… —susurró.

El reflejo lo observaba con una calma imposible, como quien mira algo que ya ha ocurrido. Entonces, su doble habló.

—Despierta.

Rian sintió cómo el suelo vibraba bajo sus pies. El nombre le atravesó la mente con la precisión de una cuchilla. Rian. Eso era. Él era Rian. Y el espejo lo sabía.

El reflejo sonrió, una sonrisa mínima, apenas un temblor en las comisuras. Luego la superficie del espejo se oscureció por completo, convirtiéndose en un cristal opaco que absorbía la luz.

El silencio volvió, más denso. Rian retrocedió hasta chocar con la cama. Se dejó caer, respirando con dificultad. No era miedo, exactamente; era la sensación de que algo estaba a punto de comenzar, y él no tenía elección.

Intentó recordar algo más: una voz, un rostro, un motivo. Pero cada pensamiento era como un archivo dañado; apenas alcanzaba a sentir su forma antes de que se borrara.

El sonido lo tomó por sorpresa. Un clic, seco, metálico. La pared frente a él se abrió en una línea vertical perfecta, revelando una puerta. Detrás, solo oscuridad.

Rian se levantó lentamente. La puerta lo esperaba, inmóvil, paciente, como si supiera que terminaría cruzándola. Antes de avanzar, miró de reojo el espejo. Ya no había reflejo, solo una frase escrita en el cristal, con letras que parecían formadas por su propio aliento:

“Ciclo 17: iniciar secuencia.”

El aire se volvió más frío. La luz titiló una sola vez. Y Rian dio el primer paso hacia la oscuridad.

Capítulo 1 — La habitación 107 (Parte II)

El primer paso fue una caída. No en el sentido físico —no hubo tropiezo ni vacío bajo sus pies—, sino una caída de perspectiva, como si el espacio se dilatara a su alrededor.

El aire del corredor era distinto, más denso, impregnado de un olor metálico que recordaba a ozono y polvo antiguo. La luz de la habitación quedó atrás como una herida blanca en la oscuridad. Delante, el pasillo se extendía sin fin aparente. Las paredes, del mismo tono incoloro, parecían moverse sutilmente, respirando con él.

Cada paso que daba producía un leve susurro, un roce apenas perceptible, como si la arquitectura misma registrara su avance. El silencio seguía allí, pero ya no era estático: ahora lo acompañaba un zumbido lejano, una frecuencia apenas audible, demasiado baja para distinguir si era sonido o vibración. Por un instante pensó que provenía de su propio cuerpo.

Siguió caminando. Cada tanto, una línea horizontal aparecía en las paredes: marcas luminosas que parecían encenderse a su paso. No sabía si le indicaban un camino o si respondían a su presencia. Había algo profundamente antinatural en todo aquello, como si el lugar hubiese sido construido para que cada gesto suyo tuviera una consecuencia precisa.




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