El cuervo miró con curiosidad hacia la pareja de chicos que caminaba por las calles del barrio francés; había algunas tiendas esotéricas regadas por aquel distrito cerca de la catedral de St. Louis y parecían dirigirse a una de ellas. El edificio viejo que daba a un callejón, pintado de un verde viejo y cuya puerta de madera y metal parecía una antigüedad por sí misma los recibió. Un cartel flotaba sobre la puerta apenas visible debido a la sombra del edificio contiguo. Nadie que pasara por allí creería que esa era una de las tiendas de vodoo y esotería del lugar, pues parecía anticuado y vacío.
Ambos jóvenes vestían de negro, uno de ellos era más pequeño que el otro y su piel era más oscura, color oliva. Su cabello cobre era largo y su cabeza estaba cubierta con un sombrero negro de ala ancha; tenía un vestido de terciopelo que acababa en picos y una gabardina ligera que caía con gracia.
El joven, que era al menos quince centímetros más alto que la chica, tenía la cabeza descubierta y su pelo anaranjado que le llegaba por los hombros estaba atado en media coleta; sus gafas cambiaban con el sol y la penumbra, ocultando sus ojos. No así las de la chica, viejas y cuadradas de un armazón metálico grueso que decía que había tenido mejores días, de color rojo óxido.
Los adolescentes entraron por la vieja puerta del local escondido; el chico parecía conocer el lugar bastante bien. El cuervo voló hacia la parte más oculta del callejón para poder ver lo que sucedía dentro. Una ventana vieja y que apenas dejaba pasar la luz de día al establecimiento fue el único lugar apropiado para que él continuara su tarea.
A diferencia de otros lugares de la zona, en aquella tienda no había música de ningún tipo ni objetos impactantes como representaciones de la santa muerte, Lucifer u otros. Simplemente había libros, hierbas y frascos llenos de piedras, objetos pequeños de aspecto viejo, muy viejo que probablemente eran antigüedades caras y todo tipo de papeles, cirios e instrumentos que ella no había visto nunca en su vida.
Eleonore miró a su alrededor, embobada, en aquella tienda silenciosa que parecía abandonada por su dueño. Nadie estaba en el mostrador, pero eso no impidió que Andrew la arrastrara hacia la zona de libros.
A diferencia de otros sitios como ese, los libros estaban forrados en cuero negro y los títulos escritos en letras que ella nunca había visto de color plata y oro. Algunos tenían imágenes grabadas tan detalladamente en sus carátulas, imágenes geométricas que para ella no tenían sentido, así que creyó que era mera decoración.
—Cuando se trata de libros de magia, éstos son los correctos. —Andrew dijo, mientras miraba algunos tomos y se los entregaba.
¿Cómo es que Andrew la había llevado a ese lugar?
Todo empezó meses atrás. Ellos hablaban de libros, como siempre. Luego, empezaron a hablar sobre sus creencias. Por supuesto, ambos aborrecían la existencia del dios cristiano.
—¡No son más que tonterías para que el humano se sienta seguro! —Exclamó él, mientras ella asentía. Eleonore en su infancia había tenido una educación cristiana, pero inmediatamente sintió rechazo por la figura de un dios omnipotente y omnipresente.
Si era omnipotente, ¿por qué no la ayudó?
Si era omnipresente, ¿por qué no la acompañó? ¿por qué no supo lo que ocurría con ella y actuaba?
En su corazón pronto supo que ese dios no podía existir, y si existía era un hijo de puta. Luego, se olvidó de él.
Se refugió en los libros y en las leyendas, cosas que su mente había construido, y al final, negó el fin para la existencia humana. Todo era un sinsentido.
No había dios, ni demonios, ni leyendas urbanas que la salvaran, no había más que un caos hecho por y para el hombre, sin ningún motivo oculto y sin sentido de realidad más que el propio.
Así, ella era una nihilista que había abierto los ojos a ese mundo cansino y cruel que se desarrollaba frente a ella, día tras día, sin llegar a ninguna parte.
—Bueno, las almas sí existen. —Andrew soltó un día, mientras esperaban su siguiente clase en las mesas de piedra. —Almas viejas que se parten y forman nuevas almas, pedazos de otras que se aferran a permanecer cerca unas de otras y se buscan, almas que al fin desaparecen en la nada... ¿No lo crees? ¿No crees que por eso hay gente que se encuentra y se siente tan cercana a otras sin siquiera conocerse?
Esa fue la primera vez que Andrew le habló sobre su teoría de las almas. Por supuesto, ella no dijo mucho al respecto. No iba a creer en eso inmediatamente, pero era romántico, era una manera de colorear su gris existencia mientras escuchaba a su amigo, quien siempre sonreía y la invitaba a pensar en cosas que nunca había pensado y a leer cosas que por su cuenta nunca hubiese leído.
Luego, él le contó que se podía ver el color de las almas de cada persona.
Aquello la hizo reír francamente a carcajadas, y él pareció un poco ofendido al inicio, pero terminó riendo con ella. Luego, como si fuera magia, él juntó sus manos como si estuviera haciendo un triángulo con ellas, y señalando un chico sentado lejos de ellos, le mostró.
Ella vio el maravilloso color azul danzar alrededor de ese chico solitario que estaba escribiendo algo en su libreta, y sus ojos se abrieron como platos cuando aquel evento extraño e inexplicable se levantó ante ella.
—¿Cómo lo hiciste? —Preguntó, maravillada. Probablemente, aquello quizá era sólo un truco.
—Enséñame lo que escribías en clase y te digo. —Fue un trato justo. Lo que ella escribía no era nada nuevo para los dos, poesía y un poco de narrativa extraña y fantástica que a él le gustaba, pero había cosas que ella no quería enseñarle. Cosas que, si le mostraba, pensaría que era una suicida.
Y lo era, claro, pero no quería asustarlo. No quería que se acabara esa alegría que tenía junto a él. Así que acordaron que luego de enseñarle cómo ver el color de las almas por sí misma, ella le mostraría el contenido oculto de su libreta forrada con encaje negro y una cerradura. Sin duda, ese objeto había sido modificado por ella y antes era uno de esos diarios de chicas que se habían puesto de moda y que sólo se podía abrir con una llave o rompiéndolo.