El juego del depredador

Capítulo 1: El Eco de una Amenaza

44cc15c6bae1dc6077a7a65e1a2292a4.jpg

El aire en el autobús urbano siempre olía a gente cansada y a desinfectante barato. Para Mackenzie, de dieciocho años, era el olor de la libertad. Cada traqueteo que la alejaba del campus universitario y se acercaba a su barrio residencial era un suspiro de alivio. En la universidad, podía ser otra.

No la chica callada de padres perfectos y una casa de catálogo. Podía ser solo Mack, la estudiante de diseño con una carpeta llena de bocetos audaces y una determinación silenciosa que confundía a los demás.

Se recostó contra el vidrio frío de la ventana, observando cómo las luces de la ciudad comenzaban a encenderse contra el cielo crepuscular de un gris violáceo. Su mochila, gastada y cubierta de parches de bandas que sus padres detestaban, reposaba sobre sus piernas como un escudo.

Hoy había sido un día largo. La crítica feroz de su profesor sobre su último proyecto aún resonaba en sus oídos, mezclada con el eco de la voz de su madre en su mente: “¿Seguro que es lo suficientemente bueno, cariño? No todos están hechos para el arte.” Apretó la mandíbula. El regreso a casa era siempre un aterrizaje forzoso en una realidad que despreciaba.

Caminó desde la parada hasta su casa con la cabeza gacha, las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de cuero negro. La calle estaba en silencio, solo el crujido de sus botas sobre las hojas secas del otoño.

Su casa, una estructura imponente de estilo moderno con ventanas impecables que parecían nunca estar realmente abiertas, se alzaba al final del camino de entrada. Todo en ella gritaba orden y control. Y entonces, vio el intruso.

Estacionado con una arrogancia desafiante junto al Bentley de su padre, había un Chevrolet Impala negro, antiguo pero impecable, con vidrios polarizados y un motor que aun apagado parecía ronronear con potencia contenida.

Un escalofrío desagradable le recorrió la espalda. Ese coche no pertenecía a nadie que sus padres aprobaran normalmente.

La puerta principal estaba ligeramente entreabierta, otra rareza. Sus padres eran fanáticos de la seguridad y la privacidad.

Al empujarla, el familiar y frío aroma a limón pulido y suelo recién encerado la recibió, pero debajo de él, había algo más. Un aroma ajeno, intenso y ligeramente amaderado, con un toque de tabaco. Tabaco. Su padre fumaba puros caros en privado, pero este olor era salvaje, y peligroso.

—¡Mackenzie! ¿Eres tú, por fin? —la voz artificialmente dulce de su madre sonó desde el salón.

Apretó los dientes. Ese tono solo lo usaba cuando había invitados. Cuando había que aparentar. Con un último suspiro de resignación, se dejó caer la mochila al suelo en el vestíbulo y se dirigió hacia la luz de la lámpara de araña.

El salón era una fotografía de revista: muebles blancos, alfombra beige, todo en orden estéril. Sus padres estaban sentados en el sofá principal, sonriendo con una rigidez que delataba incomodidad. Pero no eran ellos los que captaron su atención.

En el sofá individual, reclinado con una languidez que parecía desafiar las leyes de la gravedad y el buen gusto, estaba un joven.

Llevaba unos jeans oscuros desgastados y una camiseta negra ajustada que delineaba unos hombros mucho más anchos de los que ella recordaba. Brazos musculosos, tatuados con intrincados diseños que serpenteaban desde las muñecas hasta ocultarse bajo las mangas, descansaban sobre el respaldo. Su cabello, más oscuro que la noche, estaba desordenado de un modo deliberado. Y entonces, giró la cabeza.

El mundo se contrajo hasta ese único punto.

Los ojos de Justyn no eran ya los del chico arrogante de secundaria. Eran más oscuros, más profundos, cargados con una intensidad que había madurado en algo peligroso.

Una leve cicatriz le cortaba el labio superior, añadiendo una crudeza a su belleza impactante. Y su sonrisa… era exactamente la misma. Una curva lenta y predadora que no alcanzaba aquellos ojos fríos, y que le hizo recordar instantáneamente cada burla, cada susurro, cada momento de humillación.

—Mackenzie, ¡qué bien que llegas! —su padre se aclaró la garganta, rompiendo el hechizo de horror que la tenía paralizada. —Mira quién vino a visitarnos. Justyn. ¿Te acuerdas de él, de la secundaria?

¿Si se acordaba? La memoria le golpeó con la fuerza de un tren. La carta. La había quemado en un cenicero del jardín, pero las palabras estaban grabadas a fuego en su alma. “Voy a volver sólo para seguir molestándote. Espérame.”

Su estómago se encogió hasta convertirse en un nudo de hielo. La rabia, pura y candente, subió por su garganta, pero las palabras se ahogaron en la incredulidad.

Justyn se levantó. Era más alto de lo que recordaba, su presencia física llenaba la habitación, opresiva y sofocante. Se acercó a ella con una tranquilidad que hacía que cada uno de sus pasos resonara como un trueno en el silencio tenso.

—Hola, Mackie —dijo, y su voz era significativamente más grave, una vibración áspera que le recorrió la columna vertebral y se instaló en la base de su estómago—. ¿Cuánto tiempo?

Su mirada, como un láser, la recorrió de arriba abajo, capturando cada detalle de su madurez: sus jeans ajustados, su postura defensiva, el pánico que debía de estar brillando en sus ojos azules. Vio el destello de reconocimiento, el renacer de su pasatiempo favorito.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.