Sandra se despertó el lunes a las nueve de la mañana. Había dormido desde las seis de la tarde del domingo. Después de dejar a Sofía, Lorena y Macarena en el barrio de esta última, Sandra se dirigió a casa de sus padres con su hermana. Comió allí, recogió a Nora y se fue pitando a su casa a descansar de un fin de semana un tanto surrealista a su parecer.
Se quedó mirando a Nora mientras se desperezaba. Se dio cuenta de que se le había hinchado la parte de debajo de la boca, la papada, y tenía puntos rojos por toda la parte inferior del cuerpo. «Qué raro, tiene pinta de ser una reacción alérgica —se dijo a sí misma—. ¡Qué te habrá dado de comer la abuela!». Se levantó directa a la cocina, abrió el cajón de las medicinas y le dio a Nora una pequeña dosis de Urbason. Si no se te pasa con esto, iremos al veterinario para que nos recete antibiótico, así de paso que te hagan un cultivo para lo de las calvas, que veo que no mejoras —le dijo mientras la achuchaba.
Desayunando su jamón york con pan tostado, Sandra empezó a pensar cómo se organizaría la semana de cara al lunes próximo, que empezaba las prácticas. Miró el jamón y pensó: «Tengo que dejarlo. ¿Conseguiré hacerme vegetariana algún día?». Andaba en esas cavilaciones cuando de repente sonó el timbre de la puerta. Miró por la mirilla y vio a Germán, el vecino de enfrente, que saludaba enérgicamente con la mano sabiendo perfectamente que ella observaba al otro lado.
Germán tenía treinta años y vivía con su madre, Antonia. Su padre se casó con otra mujer a los pocos años de separarse. Era hijo único. Se conocían de toda la vida gracias a las frecuentes visitas que Sandra y su familia hacían a la abuela Victoria. Aunque Germán era un poco más mayor que Sandra y Alicia, cuando venían era habitual que el chico cruzara el rellano para meterse en su casa a jugar con ellas.
Sandra sabía desde siempre que Germán sentía algo por ella. Él nunca lo había disimulado, es más, se lo había hecho saber en multitud de ocasiones a lo largo de los años. El hecho de que Sandra se viniese a vivir a casa de su abuela no hizo más que avivar la hoguera de sentimientos de Germán, que se valía de cualquier excusa para ir a verla. Frecuentemente aprovechaba el cariño que Antonia tenía por Sandra y Alicia, encargándose él, en persona, de llevar los táperes de comida que esta les preparaba.
Sandra, en cambio, siempre había visto a Germán como un amigo, incluso cuando eran pequeñas. Lo consideraba como un hermano mayor que les enseñaba todo lo que él iba aprendiendo. Nunca pensó en él de otro modo. Y también se lo hizo saber muchas veces a lo largo de los años, pero Germán no se rendía. Y, aunque actualmente lo disimulaba un poco, por la madurez, Sandra sabía que no podía evitar la atracción que sentía hacia ella.
Abrió la puerta.
—¡Hola, Germán! ¿Querías algo? —preguntó.
—¡Hola! Ya pensaba que no me querías abrir. Sabía que estabas en casa, te escuché llegar ayer. ¿Qué tal el fin de semana? ¿Dónde has estado? —preguntó jovialmente Germán.
—Te he dicho unas cuantas veces que no me espíes, Germán —dijo Sandra con una sonrisa torcida.
—Ya, ya, bueno, es que me extrañó que no estuvieras y eso. Voy a comprar, ¿te vienes? Seguro que tienes la nevera vacía después de todo el finde por ahí.
Sandra le miró durante unos segundos con dulzura. Si es que en el fondo era un buenazo, no tenía maldad ninguna. Le tenía cariño, pero no del modo en que le gustaría a Germán.
—¡Puf!, la verdad es que sí tendría que comprar alguna cosilla y llevar a Nora al veterinario. Pero mira cómo estoy, me acabo de levantar, tendría que arreglarme y a lo mejor tardo un poco.
—No pasa nada, te espero. ¿Qué le pasa a Nora? Bueno, me lo cuentas por el camino. Si quieres, déjamela y la voy paseando mientras te vistes. Te espero abajo y te acompaño al veterinario, luego vamos a comprar más tarde, ¿vale? —dijo Germán.
Sandra accedió.
Durante tres años estuvieron trabajando juntos en la empresa en la que trabajaba Germán. Era una empresa multiservicios de gestión telefónica y telemarketing. Germán le dijo que, si quería que llevase el currículo, que la intentaría meter, que sabía que necesitaba dinero para terminar la carrera y costearse sus gastos ahora que vivía sola. Sandra al principio dijo que no, pero no tardó en cambiar de opinión y un día le dejó el currículo en el buzón porque efectivamente necesitaba el dinero. Fueron tres años duros en los que tuvo que compaginar el trabajo con los estudios, pero consiguió ahorrar algo de dinero con el que subsistía actualmente, además de la ayuda que recibía de sus padres de vez en cuando, muy a su pesar.
Pasó toda la mañana con Germán. Primero fueron al veterinario con Nora, que le recetó el antibiótico para descartar una posible infección por lo de las calvas, y después fueron a comprar al supermercado.
Sandra colocó toda la compra en la nevera. Se preparó una ensalada, que devoró en veinte minutos, y decidió que ya era hora de ponerse a estudiar en serio. Solo quedaba una semana para empezar lo que esperaba que fuera su nueva vida, el reto que estaba esperando desde que era una niña: convertirse en veterinaria y así salvar la vida de muchos animales.
Encendió el ordenador y tecleó en Google «Andrea Soler Molina». Quería saberlo todo sobre la prestigiosa veterinaria. Aunque conocía bien su currículo porque lo había mirado en otras ocasiones, esta vez quería profundizar más en los detalles, ahora que sabía con certeza que iba a ser su mentora durante los tres meses que duraran las prácticas.
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Editado: 12.12.2021