Sandra llegó a la clínica veinte minutos antes de las nueve de la mañana del lunes 1 de julio, día en el que comenzaba las prácticas. No había conseguido dormir prácticamente nada en toda la noche. Tardó unos escasos quince minutos en recorrer la distancia que separaba su casa del centro veterinario Coímbra. Ya sabía lo que iba a tardar, en la semana previa había ensayado el trayecto un par de veces. También sabía que no cogería atasco, puesto que ella iba en sentido contrario de la mayoría. Normalmente a esas horas siempre se formaba caravana en la N-V, pero en sentido Madrid. Aparcó a escasos metros de la clínica, se aseguró de llevar todo lo necesario, cerró el coche y se plantó en la puerta metálica de la entrada.
Parque Coímbra es una zona residencial que, aunque pertenece al municipio de Móstoles, está situada a unos cinco kilómetros de su casco urbano. Está conformada en su mayor parte por chalés unifamiliares y amplias zonas verdes. La clínica veterinaria Coímbra estaba en una zona apartada de la urbanización. Más que una clínica, parecía una casa de construcción antigua, con una gran fachada blanca donde se podía leer un rótulo con el nombre y el teléfono de urgencias de la clínica. La casa-clínica se encontraba dentro de una gran parcela delimitada por un muro de ladrillo a media altura y una valla metálica cubierta casi en su totalidad por arbustos colocados estratégicamente para anular la visibilidad desde el exterior.
El río Guadarrama debía pasar muy cerca de la clínica. Sandra escuchaba el relajante sonido que hacía el agua al pasar por entre las rocas y los árboles. Era como un golpeteo acuoso y rítmico. Desde su posición no lo veía, pero la hilera de vegetación que suele estar en las orillas de los ríos delimitándolo se podía distinguir a unos metros de la parte trasera de la casa. Se asomó por una rendija de la puerta metálica exterior. Se sorprendió de lo bien cuidado que estaba el jardín de la parte delantera. Había un caminito de adoquines que se dirigía directamente a la puerta de la entrada principal. A ambos lados, unas vasijas de gran tamaño portaban en su interior flores de colores vivos. Sandra no entendía nada de plantas. Estaba intentando distinguir qué tipo de flores eran las que estaban en las vasijas cuando notó que alguien se acercaba a lo lejos. Era una mujer de figura esbelta y paso firme. Caminaba con seguridad haciendo sonar sus tacones contra la acera. Sandra no tardó en reconocerla, se trataba de Andrea. Un escalofrío recorrió su espalda. De repente se notó nerviosa. Intentó recomponerse lo más rápido posible y, mostrando una falsa serenidad, soltó un «buenos días, soy Sandra», que sonó entrecortado y a más volumen del que le hubiese gustado.
Andrea ni siquiera la miró y se limitó a decir:
—La clínica está cerrada hasta las diez.
A lo que Sandra se apresuró a contestar:
—No, no, soy la chica nueva que viene a hacer las prácticas.
La doctora la miró de arriba abajo durante dos segundos.
—Quédate aquí hasta que llegue Laura, la chica de la recepción, ella te dirá lo que tienes que hacer —escupió Andrea de muy mala gana cerrando la puerta metálica tras de sí.
Sandra venía preparada para algo así por los comentarios que había leído sobre la doctora en los foros, pero eso no evitó que su orgullo se resintiera. «Ni siquiera me conoce y ya me mira por encima del hombro», pensó bastante enojada. No pasaron ni dos minutos cuando la voz de una mujer, que se le antojó alegre en exceso, la saludó desde un coche.
—¡Hola! ¿Eres Sandra? —preguntó con la cabeza fuera de la ventanilla.
—Sí, soy yo —contestó Sandra algo cabizbaja.
—¡Vaya!, veo que ya has conocido a la doctora Andrea. Yo soy Laura, la chica de recepción, me avisaron de la facultad que venías hoy. Voy a aparcar y empezamos, ¿vale? ¡Y alegra esa cara, que no es para tanto!
La jovialidad de Laura tranquilizó un poco Sandra. A los pocos minutos apareció a unos cincuenta metros caminando hacia la clínica. Era una mujer de talla grande, alta, con el pelo corto teñido color caoba; caminaba de forma enérgica y mostraba una sonrisa permanente en la cara.
Enseguida transmitió confianza y serenidad a Sandra. Le dijo que tenía cincuenta y dos años y una hija de su edad que había estudiado económicas.
Sandra sintió que Laura le ofrecía un trato casi maternal desde el principio. La cogió del brazo y juntas cruzaron la puerta principal de la clínica.
—Mira, Sandra, te cuento: te enseño la clínica primero y después hablamos de lo que vas a hacer en tu primer día, ¿OK? —Sandra asintió con la cabeza—. Bien —continuó Laura—, esto, como puedes ver, es la sala de espera y la recepción.
La puerta de entrada daba paso directamente a una amplia sala con unas diez sillas. A la derecha se encontraba una mesa de cristalera con un muestrario de productos para animales que hacía de mostrador, donde trabajaba Laura. El ordenador se hallaba a la derecha de dicho mostrador, y, detrás de la silla de Laura, las paredes estaban llenas de estanterías con más productos relacionados con los animales, como collares, juguetes, piensos…
En la sala de espera había cuatro puertas. Tres de ellas estaban numeradas: consulta 1, 2 y 3.
La cuarta puerta tenía un cartel que ponía: «Servicios». Se trataba de dos cuartos de baño para los clientes y un cuarto para guardar los productos de limpieza.
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Editado: 12.12.2021