—¡Estamos aquí! ¡Lorenzo, por favor, ven a buscarnos, deprisa!
—¿Dónde estáis? No os encuentro. ¿Dónde estáis?
—¡Aquí mismo, Lorenzo, delante de ti! ¡Date prisa, Lorenzo, no hay tiempo! ¡Estamos muy cerca! ¡Queremos volver a casa! ¡Lorenzo, por favor! ¡Delante de ti! ¡Muy cerca! ¡Muy cerca! ¡Muy cerca! ¡Aquí mismo! ¡Muy cerca! ¡Sálvanos, por favor!
Lorenzo se incorporó en la cama sobresaltado y se sentó en el borde. Su corazón parecía querer salirse del pecho.
—Otra vez la misma pesadilla, ¡joder! —exclamó mientras se llevaba las manos a la cabeza.
Estaba empapado de sudor y sentía escalofríos por todo el cuerpo. Miró la hora en el despertador.
—Las seis y media de la mañana —murmuró.
Alargó el brazo y abrió el segundo cajón de la mesilla. Lorenzo conservaba en secreto una sola foto de Sergio y Noelia de las numerosas que le entregaron sus padres el día de la desaparición. El resto se las devolvió a la madre junto con aquellas dos palabras que pronunció hundido y que aún revotaban en su cabeza: «Me rindo». La observó durante unos largos segundos. Los niños se encontraban en un parque, sentados en un banco de madera. Era un día soleado y claramente caluroso. Sergio vestía pantalón corto vaquero y una camiseta oscura sin dibujo. Noelia llevaba puesto un vestido amarillo y blanco con estampados de mariposas. Los dos sonreían. Eran unos niños peculiares y fácilmente reconocibles. No hubiera sido difícil identificarlos debido a las numerosas pecas que tenían por toda la cara y a sus brillantes cabellos pelirrojos. Ambos rasgos heredados del padre. Además de aquella marca de nacimiento en forma de judía que la niña tenía en el brazo izquierdo.
Lorenzo cerró los ojos con fuerza.
—No los encontré y quizás nadie lo haga jamás —masculló.
Hacía tiempo que no soñaba con ellos y tampoco ya creía verlos por todas partes. Decía haberlo superado, pero en el fondo era consciente de que se engañaba a sí mismo. Un creciente sentimiento de ira comenzó a apoderarse de él. Arrugó la foto con fuerza entre sus manos y a punto estuvo de hacerla mil pedazos.
—No puedo hacerlo, no puedo olvidarlos, tendré que aprender a vivir con ello —murmuró entre dientes.
La puso sobre la mesilla e intentó estirarla, sin demasiado éxito. Abrió de nuevo el segundo cajón y la colocó en su sitio. Antes de cerrar, levantó un pequeño montón de ropa interior y comprobó que su pistola no reglamentaria seguía allí, intacta. Nadie sabía que tenía aquella arma y nadie debía saberlo. La sustrajo del almacén donde se guardaban las pruebas en su comisaría. No había sido un arma homicida. Pertenecía a un camello pringao que se vio envuelto en un asunto turbio y terminó en la cárcel. Lorenzo comprobó que el arma había sido manipulada, carecía de número de serie e identificación, y decidió quedársela. En ese momento no sabía para qué, y seguía sin saberlo, pero por alguna extraña razón era incapaz de deshacerse de ella.
Se levantó de la cama y se dirigió al baño arrastrando los pies. Volvió a mirar el reloj: las siete de la mañana. Se quitó la poca ropa sudada con la que había dormido y se metió en la ducha para intentar despejarse y centrarse un poco. Macarena tenía turno de noche y no llegaría hasta las nueve. Era miércoles. Los lunes, miércoles y viernes por la tarde eran los días en que le tocaba ruta con el Club de Ciclistas de la Tercera Edad. Esos días Lorenzo no salía a caminar por la mañana, ya que le gustaba llegar con energía a su sesión de ciclismo. Dedicaba esas mañanas a realizar las tareas del hogar. Pero hoy no podía quedarse en casa comiéndose la cabeza en silencio y medio a oscuras (debido a que tenía que dejar dormir a Macarena). Así que decidió salir con la bici, sin hacer demasiados esfuerzos. Solo quería sentir el aire de la mañana en la cara.
Le dejó una pequeña nota a su hija y bajó las escaleras con la bicicleta al hombro. Enseguida se dio cuenta de que la mañana no era tan fresca como debiera ser en el mes de septiembre, pero, aun así, notó cierto alivio. Cruzó el polígono Regordoño, que ya empezaba a tener cierta actividad, y tomó el camino que se dirigía a Alcorcón. Bordeó el parque Polvoranca y atravesó la urbanización Loranca para llegar, en cuestión de media hora, a la parte trasera del centro comercial Xanadú. Hasta aquí la parte fácil de una ruta que Lorenzo conocía bien. En cuanto culminara el descenso y enfilara por el camino del río en dirección parque Coímbra, comenzaría un ascenso prolongado que no le daría tregua hasta bien entrada la urbanización.
Llenó los pulmones de aire tras el breve descanso y emprendió la subida. Aproximadamente a unos cuatrocientos metros, divisó a una chica haciendo footing. Parecía llevar buen ritmo. Como reto, Lorenzo se propuso darle alcance antes de llegar a la urbanización. Se puso de pie en la bici y pedaleó con fuerza. A medida que se iba acercando, pudo comprobar que la chica era algo más mayor de lo que aparentaba de lejos. Lorenzo calculó que rondaría los treinta y ocho años aproximadamente. Vestía zapatillas de deporte amarillas, mallas ajustadas negras con detalles en gris y camiseta de tirantes amarilla a juego con las zapatillas. Una larga coleta rubia se balanceaba de lado a lado al ritmo de cada zancada. Le dio tiempo a observarla detenidamente, ya que, debido a la rápida marcha de la chica, tuvo serios problemas para alcanzarla. Desvió ligeramente su trayectoria hacia la izquierda para adelantarla y giró de manera inconsciente la cabeza para satisfacer su curiosidad. Quiso saber cómo era el rostro de aquella mujer cuya fuerza física estaba poniendo a prueba sus veteranas piernas. Ella notó una presencia y aminoró la velocidad de repente, hizo un movimiento que casi se podía definir como un pequeño sobresalto, lo que provocó que Lorenzo efectuara un adelantamiento demasiado rápido y brusco como para distinguir sus rasgos. No obstante, tuvo tiempo de ver algo que le llamó la atención. Llevaba colgado del cuello un pequeño objeto que no supo reconocer y que, debido al movimiento brusco que efectuó, este terminó impactando de lleno en la frente de la chica.
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Editado: 12.12.2021