Eran las nueve y media de aquel lunes de finales de septiembre. A Marcos (a punto de volver de sus vacaciones) Sandra solo le había contado el desastre de la clínica por la inundación. Nada de allanamientos de morada, persecuciones en coche a toda velocidad, escopetas de caza apuntando a su cabeza, noches en el calabozo, juicios rápidos… Nada, nada de eso. Cuanto menos supiera, mejor. No fuera a ponerse en modo novio protector o algo así, y comenzara a agobiarla. Reflexionaba sobre ello sentada en el asiento del copiloto del coche zombi de su hermana, aparcado justo enfrente de la casa de Andrea. Otra vez. Sandra contestó a un nuevo wasap de Marcos mientras Alicia parecía comprobar algo en el cuadro de mandos del coche. Marcos escribió que volvía al día siguiente y que tenía muchas ganas de verla. Sandra respondió que sí, que ella también le echaba de menos y que también tenía ganas de verle, pero en realidad su mente estaba ocupada por otros asuntos en este momento.
Estaba a punto de colarse en una fábrica, cerca de un área de descanso perdida en medio de un polígono industrial, donde probablemente hubiese un niño secuestrado por vete tú a saber quién. No, no quedaba sitio en su mente para besitos y abrazos en estos momentos precisamente. Andrea y ella habían merodeado por la zona esa misma mañana. Aparcaron el coche en el área de descanso del km 27 de la N-3. No sabían el sitio exacto en el que estacionaron los padres de aquellos niños que desaparecieron, pero intentaron recrearlo con la información que conocían del caso. Según las noticias, los niños estaban en los columpios en el momento de la desaparición. Los padres se despistaron un momento y nunca más se volvió a saber de ellos. Así de simple. En unos segundos la vida de aquella pareja que volvía de pasar unas felices vacaciones con sus hijos cambió radicalmente, dejó de tener sentido. Pasó de todo a nada en un chasquido, como si de un truco de magia macabro se tratara. Un hechizo irreversible realizado por un mago despiadado cuya misión consistía específicamente en lanzar una maldición imperdonable sobre aquella familia. Y lo consiguió. Vaya si lo consiguió. De eso hacía más de cuatro años. Rafael Maldonado y su mujer, Cintia, lejos de recuperarse de lo irrecuperable, se habían divorciado y cada uno vivía su calvario en soledad.
Por la mañana, Sandra y Andrea rodearon el perímetro del área de descanso. La valla metálica que lo delimitaba estaba oxidada y deteriorada en muchos tramos. Era evidente que nadie se encargaba del mantenimiento de aquellas instalaciones desde hacía muchos años. Los columpios seguían allí, impertérritos al paso del tiempo. También estaban deteriorados, pero seguían siendo utilizables. Andrea y Sandra se sentaron cada una en uno de los neumáticos que hacían de asiento. Se balancearon levemente observando todo a su alrededor. La fábrica, imponente por su tamaño, formaba parte fundamental del paisaje. De hecho, era casi lo único que se veía desde el pequeño y desvencijado parque infantil.
—¿Qué opinas? —preguntó Sandra.
—Bueno, tu teoría es tan surrealista que puede que tengas razón. La realidad siempre supera la ficción, eso es cierto. Pero no sé, no lo veo claro.
—Ya, bueno, yo tampoco lo tengo claro, pero, si lo piensas objetivamente, basándote en las pruebas que tenemos, es posible. Y solo con que haya una posibilidad, por pequeña que sea, debemos investigarlo. Sobre todo por lo del niño.
—¡Si es que deberíamos ir a la Policía directamente! Pero, claro, tendríamos que dar un montón de explicaciones —dijo Andrea.
—Aparte de que evidentemente no nos creerían, ya que revisarían nuestros flamantes recién estrenados expedientes donde consta seguramente en negrita «allanamientos de morada aleatorios y sin motivo aparente», «posibles desequilibradas mentales».
Andrea sonrió en un gesto de complicidad.
—Estoy empezando a pensar que quizá tengan razón. Pensaba que la loca era yo, pero tú…
—Ya sabes lo que dicen, todo se pega, menos la hermosura —dijo Sandra.
Andrea guardó silencio. Observaba detenidamente aquella enorme estructura de hormigón armado. La fábrica emanaba un potente chorro de humo tóxico por una de sus cilíndricas chimeneas. El rótulo, que en su día se grabó en el subconsciente de Sandra, aparecía parcialmente deteriorado en una de las esquinas superiores: «Profidog». Sandra también lo observaba mientras unas imágenes horribles venían a su cabeza. Su teoría de lo que allí dentro ocurría le atormentaba. De repente, se frotó los ojos para intentar ahuyentar dichos pensamientos (sin éxito) y se bajó del columpio.
—Bueno, ¿qué? ¿Nos acercamos a echar una ojeada?
—Sí, sí, vamos. Tenemos que descubrir una entrada alternativa —dijo Andrea.
Caminaron hasta el final del área de descanso. Subieron una cuesta de tierra y se adentraron en el polígono industrial. La fábrica estaba en la primera nave empezando por la derecha. Hacía esquina. La pequeña porción de terreno que pertenecía a la parcela en la parte delantera se adivinaba completamente descuidada. Estaba llena de escombros, palés de madera rotos, plásticos sucios, sacos de cemento abiertos y algunos materiales más imposibles de identificar a simple vista. La imagen exterior de la fábrica daba sensación de abandono, pero ciertamente no era así, porque el tremendo ruido y el humo que salían de su interior evidenciaban una actividad frenética. Sandra y Andrea descubrieron un pasillo lateral entre la fábrica y la nave contigua. De forma sigilosa, lo recorrieron en busca de algún punto débil en la valla. El pasillo era estrecho, aproximadamente de un metro de ancho como mucho; estaba sin pavimentar y lleno de vegetación seca que arañaba las piernas y los brazos de las chicas. Llegaron hasta el final del pasillo, que coincidía con el final de la fábrica y la nave de al lado. Lo que venía a continuación era un profundo terraplén que iba a parar al área de descanso. Desde allí arriba, a lo lejos, se podía distinguir el coche de Sandra y la pequeña área infantil. Las chicas observaron el desagradecido paisaje de carretera, vegetación salvaje y terreno residual durante unos segundos. Enseguida se dieron la vuelta y volvieron sobre sus pasos para comprobar un detalle del cual se habían percatado. Entre la vegetación, más o menos hacia la mitad del pasillo, habían descubierto un armario metálico de gran tamaño. Posiblemente pertenecía al contador de la luz, o del gas, o quizá el del agua, no lo sabían, pero daba igual, lo importante era que tenía la altura suficiente para encaramarse a él y saltar la valla sin dificultad. Era una entrada perfecta. Podrían aparcar el coche justo en el comienzo del pasillo, entre la fábrica y la nave contigua, a escasos metros del armario, y acceder a la fábrica sin ser vistas. Se dieron cuenta de que en los alrededores no había ni una sola farola. Lo más probable es que, de noche, aquel pasillo fuera lo más parecido a la boca de un lobo. Quedaron satisfechas con el plan, así que bajaron de nuevo la cuesta que separaba la fábrica del área de descanso y se montaron en el coche de vuelta a Móstoles.
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Editado: 12.12.2021