—Cuando hagas comida y te sobre, las pones en algún trasto, las tapas y las guardas en el refrigerador. Así por si tienes flojera –y tosió a propósito–, tú por ejemplo, las calientas y ya, es una forma de ahorrar comida –cerró la puerta del refrigerador, luego de sacar dos tazones de avena–. Esto lo hizo la señora Valka ayer en el desayuno, es muy buena con los postres, con los guisos no tanto pero lo que sea es bueno —se lo extendió a la rubia, que ya estaba sentada en el comedor.
—Gracias, pero estoy a dieta –bromeó ella, levantándose de la silla y dirigiéndose a una de las alacenas–. No creo que tu método de ahorrar comida funcione, digo, sale lo mismo porque seguramente querrás otra cosa y lo cocinarás —se puso de puntillas y tomó su lonchera.
—No es mi método, es de los Vasto, así lo pidieron ellos –alzó una ceja al ver a Elsa sentarse con un paquete de galletas y un bote de maní–. ¿Dónde conseguiste eso?
—Mi sobrina me lo empacó, junto con esta fotografía –le entregó la bolsa al muchacho, y sonrió cuando la imagen de Bianca vestida de Baymax llegó a su cabeza–. Es una niña dulce y algo berrinchuda, igual que su mamá cuando éramos pequeñas.
—¿Tienes hermanas? —preguntó, sin dejar de ver la foto.
—Sólo una, pero es más que suficiente –abrió la crema de cacahuate, metió su dedo y agarró un poco, luego lo huntó en dos galletas, para finalmente hacerlas un sándwich–. ¿Quieres?
—No, gracias. No me gusta el cacahuate –arrugó su nariz, de forma graciosa–. ¿Y el muchacho rubio, quién es?
—Es el esposo de mi hermana, se llama Kristoff —respondió, y le dio un mordisco a las galletas. Después de tragar, prosigue a contarle todo acerca de esa foto–. Y el pastor alemán de la esquina es Sven, ahora está de vacaciones con los padres de Kristoff.
El muchacho asintió, y notó, en la blusa de Elsa en esa fotografía, que había un nombre en cursiva, en su vientre algo abultado. Frunció el ceño, porque si no mal recordaba, cuando fue a recogerla no estaba así. Y no quería verse grosero si bajaba la cabeza para observarla.
—¿Qué pasa? —le susurró la rubia, ladeando su cabeza en señal de confusión.
—No, nada —negó, sacudiendo su cabeza para no cometer alguna tontería.
—Anda, ¿mi corte ahí es muy feo? Dilo, yo lo sé, cuando me vi al espejo me dije "Ya valió mi cabello" —se rió, recordando lo boba que se miraba con fleco. Y el grito que pegó en el aire su hermana al verla llegar de la estética.
—No sé si deba preguntarte —le murmuró, regresándole la fotografía.
—Mhm... —le miró con los ojos entrecerrados.
—Está bien. Pero promete que no vas a enojarte conmigo —pestañeó varias veces, como niño pequeño.
—Lo prometo, por el meñique —alzó su dedito, en señal de que lo cumpliría.
—¿Quién es Joyce? –al escuchar ese nombre, ella tragó duro, casi ahogándose con lo que estaba comiendo, Tadashi se asusta cuando ve que el morado tomaba presa la blanquecina piel de la rubia–. ¡Ay por Dios, Elsa escúpelo! —le exclamó, dándole potentes palmadas en la espalda.
—¡Ya, ya, estoy bien! —pudo decir ella con voz ronca, sintiéndose mucho mejor, a excepción del dolor de garganta que un pedazo de galleta puntiaguda le provocó.
—Creí que ibas a morir, caray, casi me da un infarto —el muchacho se dejó caer en la silla, llevando una mano a su pecho, sintiendo bajo él el pulso acelerado de su cuerpo.
—Necesitas más que una galleta para poder matarme —susurró, rascándose una mejilla.
—No debí preguntarte eso, lo siento —se disculpó, agachando la cabeza. Le apenaba mucho lo que hizo.
—No te preocupes, yo te presioné para que hicieras la pregunta. Y ahm, con respecto a eso, Joyce era el nombre de... Mi bebé...
—¿Era? ¿Qué le pasó?
—Ella... Yo... —cerró sus ojos con fuerza, queriendo reprimir las lágrimas, sacudió su cabeza y luego sonrió, un poco fingido—. ¿Quieres café? Yo necesito algo caliente para poder merendar las galletas o si no voy a seguir ahogándome —se levantó de la silla, huyendo de la mirada confundida de Tadashi.
—Deberías traer a desayunar a Hipo si es que no quieres tener problemas con él —cambió de tema, entendiendo lo difícil que pudo haber sido para ella hablar sobre algo tan privado. Además, era su forma de arreglarlo.
—¿El muñeco come? —bufó, negando con su cabeza mientras servía agua caliente en tazas de vidrio.
Qué ridiculez. Pensó.
—Eres tan terca, ¿sabes qué? Iré yo porque sé que podría desquitarse con nosotros y mira que yo no quiero salir perjudicado.
—¿Qué daño podría hacernos un juguete? —susurró, virtiendo leche en las tazas. Para cuando se giró, el joven asiático ya no se encontraba más ahí. Apretó sus labios en una fina línea, levantando sus cejas con diversión.
—¡Volvimos! E Hipo viene muy hambriento, ¿verdad que sí? —regresó, con el niño en brazos.
—Ahí siéntalo, ya está tu café —dijo con desdén. El traer al muñeco a convivir con ellos no le gustaba para nada.
—¿Te entregaron la lista? —acomodó al muñeco en una de las sillas.
—¿De qué hacer con Hipo? Yes —contestó, después de darle un sorbo a su café.
—Qué bueno —algo resonó en la habitación, los dos fruncieron el ceño, y luego de varios segundos Tadashi exclamó, dándose un golpe en la frente como una reprimenda a su cerebro. Buscó en sus bolsillos, saca el teléfono y respondió a la llamada–. ¡Lo siento, lo siento! Ya voy para allá, dile a tía Kass que sí iré por ti, bueno, bye –colgó, y rápidamente corrió a buscar sus zapatos–. Lamento dejarte aquí. Pero mi hermano no puede quedarse solo. Suerte con Hipo, y por favor, sigue las reglas. No sé cuándo volveré —apenas iba a responderle, cuando ya le había azotado la puerta.
—Rayos —se susurró, girándose a ver al juguete de resplandecientes ojos verdes.