Mar, arena, humo, luz, caos y muerte fue todo lo que Aradia evocó al despertar de su letargo en aquella calurosa mañana del dos de tánatos de dos mil cincuenta. Refregando suavemente sus ojos mientras ésta bostezaba, de donde yacía se colocó de pies a la par que su ropa sacudía para la suciedad que esta tenia sobre ella quitar. Acto seguido, la mujer congoleña salio de su vivienda para recolectar alimentos mientras en su cabeza resonaban aquellas imágenes; era común para ella tener visiones, había cumplido ya la edad del fallecer, pero aun así, su mensaje aun no había sido emitido, en su pensar rondaba la idea de que aun no era lo suficientemente apta para recibirlo.
Al completar su búsqueda, hacia el pobre hogar que le acogía se encaminó nuevamente, bajo los azotadores y candentes rayos del sol cuando de repente, en su cabeza repercutía el incesante sonido del océano siendo acompañado por el graznido de las gaviotas que revoloteaban por el cerúleo cielo mientras bajo estos animales podía observar velas y a un gran coloso de madera, cuando por un instante, una voz femenina siendo acompañada por la imagen de unos rosados y gruesos labios tomó lugar; «Que agradable y refrescante mañana hace el día de hoy» dijo aquella mujer con un notorio acento portugués, finalizando así aquella extraña evocación.