El Ojo Del HuracÁn

Capítulos 1 y 2

1

La vida de Manuel había sido hasta donde se puede apreciar perfecta, eso claro, hasta el incidente que casi lo hace enloquecer de horror.

Él había tenido la suerte de encontrar a la más amorosa y perfecta de las mujeres, su adorada Belén, a quien amaba mucho y protegía con orgullo. Tras mucho esfuerzo, logró comprar una casa y llevársela a vivir con él, no sin el consentimiento y bendición de sus padres.

Así fue como a la edad de 26 años, Manuel se casó con Belén y fueron ambos a vivir en una hermosa casa en una vecindad de floreados árboles y relucientes tejados humeantes. No tardaría en descubrir lo que sería el calor de un hogar, pues a los pocos meses su mujer le salió con la grata noticia de que sería padre muy pronto.

Así pasaron nueve años y Manuel engendró dos preciosos hijos: Laura, la primera en nacer, en ese entonces alcanzó los ocho años de edad y era una niña muy bien portada, de la que cualquier padre estaría orgullosa sin duda. Había aprendido a leer a los cinco años y siempre era de las mejores en la escolta escolar. Sam, de cinco años, era un poco más lento, pero era un niño bastante saludable y enérgico. Ambos críos daban inmensas alegrías a la feliz familia.

Como todas las mañanas, Manuel se levantó con el viejo despertador que había tenido en su habitación desde que era un adolescente metalero y rockero. Esos días habían quedado atrás, como suele pasar cuando uno es padre de familia, y tiene que ponerse un traje para ir a la oficina y ejercer la carrera que estudió, pero en su interior esos alegres días estaban presentes. Incluso la música con la que sonaba el aparato era un clásico de Metallica, el conjunto perfecto para levantarse en las mañanas.

Desafortunadamente, en las últimas semanas había estado haciendo un frío atroz, lo que significaba que cualquier intento por levantarse cantando terminaba en una garganta cortada.

–Buenos días– dijo la radiante esposa, compañera de sus días de locuras desde la época de la secundaria, o tal vez desde antes. Ahora era la mujer con la que despertaba todas las mañanas.

Él la besó antes de ponerse en pie y buscar sus pantalones. Tenía una rutina muy sencilla: levantarse, bañarse, lavarse la cara y los dientes, despertar a los niños y desayunar. Él era el típico hombre que protegía a su esposa como una princesa, evitándole la molestia de levantarse en las mañana a hacerle de desayunar a sus vástagos, al menos durante el tiempo de frío.

Manuel tosió ligeramente. Una pequeña irritación en la garganta, nada que un antibiótico no cure.

–No olvides llevarte tu chamarra, querido– dijo ella –La radio dijo hoy que haría mucho viento.

Al hombre no le había hecho falta ese comentario para darse cuenta de que afuera hacía un día horrible. Los árboles se mecían violentamente, y muchos papeles habían cruzado la ventana, aunque Manuel no les había prestado más atención que al panqué que se comió para acompañar su taza de café.

El viento soplaba con tanta fuerza que le impedía escuchar el televisor. Estaba aturdido y no era para menos, no había tenido una buena noche.

Su vecino, el señor Randall, el loco del vecindario, se había soltado a gritar en uno de sus arranques de histeria a las 3 de la mañana. Manuel estaba concentrado en la junta de mañana, así que hizo un esfuerzo por ignorar al viejo como siempre y se volvió a dormir.

Bastante aturdido por el dolor de garganta y el desvelo, apagó la tele alcanzando sólo a escuchar las últimas palabras: “se les pide a todos seguir la ruta de evacuación hasta nuevo aviso”. Después de esto tomó sus cosas y se preparó para subir a su auto.

Le dio un beso de despedida a su esposa y acarició la cabeza a sus dos hijos antes de salir, deseándoles mucha suerte en la escuela.

En cuanto abrió la puerta sintió el fuerte golpe del viento helado en la cara, y se abotonó el cuello de la chamarra con la esperanza de que este le protegiera de empeorar. Necesitaba su garganta para poder hablar fuerte y claro esa mañana. Estaba apunto de cerrar un importante negocio.

Sólo esperaba que no hubiera mucho tráfico. Su malestar le había retrasado cinco minutos, y su rutina siempre era muy exacta. Se sorprendió al darse cuenta que no había ni un solo auto en la carretera.

–Es una mañana muy quieta– se dijo, sorprendido, y se alegró. Aquella no podría ser una mañana tan mala si estaba todo despejado. Si tan sólo el viento no fuera tan fuerte, sería una mañana ideal para ir a trabajar.

El frío pronto le hizo temblar y decidió que necesitaba un café antes de continuar. Si tan sólo hubiera una tienda abierta donde pudiera servirse, una de esas populares tiendas de botana y abarrotes que tienen su propio expendio de café. Sí, ahí estaba: en la esquina entre el cruce que daba al centro y la gasolinera recién inaugurada. Se alegró, casi podía sentir el sabor del café caliente recorriendo su garganta.

Bajó del auto, sintiendo de nuevo esa desagradable sensación del gélido viento agitando con fuerza todo su cuerpo. ¡De verdad quería ese café! Se dio prisa en recorrer el pequeño estacionamiento para llegar a la siempre abierta entrada de cristal. Pero esta vez no estaba abierta.

Aquello era muy inusual. ¿Desde cuando una tienda que abre las veinticuatro horas está cerrada a las siete de la mañana? Era un crimen que el empleado se hubiera ausentado a trabajar precisamente hoy, que tanta falta le hacían a Manuel los vapores calientes de la cafeína en su nariz. Esto era inconcebible.



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En el texto hay: dioses, suspenso, desastres naturales

Editado: 20.04.2020

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