Lo miré caminar, sin que se diera cuenta, sus movimientos desarticulados hacían pensar en una de esas aves de patas muy largas que suelen vivir a las orillas de algún espejo de agua. No sé por qué en esos momentos pensaba en esas cosas, mientras caminábamos en silencio, uno junto al otro; me preocupaba que con esos pasos de garza o de flamenco pasado de copas Carlos fuese a tropezarse y a caerse al suelo; difícilmente yo podría levantarlo, él era más alto que yo, más pesado, más fornido, y a pesar de todo tenía un aire liviano al caminar. Pero sólo intentaba distraerme, estaba nervioso, esas últimas palabras suyas volvían una y otra vez a mi cabeza. Me pregunté si no debería comenzar a buscar en la tapa de los diarios la noticia acerca de la desaparición de una señora de la alta sociedad de Bruselas. Quise pensar cuán profundo podría ser un pozo en una vereda en una ciudad como esta, yo no estaba borracho, sin embargo, todo me daba vueltas, la alegría de llevarlo conmigo y la preocupación por lo que habría hecho se turnaban para ocupar mi mente. Minutos después llegamos a la puerta del edificio donde yo vivía.
-Subamos, dije.
Carlos me miró. Era muy tarde ya.
-Subamos, volví a decir.
Carlos obedeció. Fuimos hasta las escaleras —otra vez el ascensor no funcionaba— y subimos al segundo piso intentando que nuestros pasos no hicieran alboroto, como si el hecho de volver juntos al departamento fuera un delito. Entramos y, sin encender la luz, la penumbra quieta y silenciosa camufló el living para volverlo otro sitio, uno distinto, no sólo mío —se me ocurrió que nuestro—, y le confería esta costumbre falsa, la de regresar después de una salida a una casa en común. Carlos quedó parado en medio de la sala; apoyaba el peso de su cuerpo en una pierna, luego en la otra, y su mirada se detenía largo rato en las cosas, como si se pegara a ellas. Me pareció —y quise con fuerza que así fuese— que el dejarse conducir hacia mi casa resultaba en una suerte de renuncia, que la distancia que siempre me había impuesto con sus gestos de amistad masculina comenzaba a difuminarse, dando lugar en cambio a esta nueva intimidad. Me quité la campera y lo ayudé a quitarse la suya. Después, sin decir nada, lo tomé del brazo y lo llevé al dormitorio.
Él se dejó llevar, y eso bastó para que despertaran ciertas imágenes del pasado, cuando nos vimos por primera vez entrando en aquel almacén y, al buscar un dinero que no tenía en los bolsillos, levantó la mirada y me sonrió, y yo supe que iba a invitarlo a lo que comprara mientras trataba de disimular el calor que me subía a las mejillas. Cerré la puerta de la habitación y ahí tampoco encendí la luz. El resplandor amarillo que provenía de la calle se aplastaba contra los vidrios de la ventana, sin entrar al cuarto del todo, y desplazaba unas sombras nuestras por las paredes, figuras de bordes borrosos parecidas a las que surgen a veces en los sueños. Carlos se tumbó boca arriba en el centro de la cama. Sus piernas quedaron dobladas, los pies apoyados en el piso. Tenía los brazos extendidos hacia los costados, la cabeza ladeada apenas a la izquierda y los ojos cerrados. Me pregunté si dormía o si esperaba a que me recostara a su lado. Me arrodillé, le aflojé los cordones y le quité los zapatos. Un gemido me hizo saber que así estaba mejor.
Me arrimé un poco más, le abrí las rodillas y me metí entre sus piernas. Hincado ahí, le desabroché el cinturón y bajé la cremallera. Muy despacio fui trepando a su cuerpo. Al recostarme sobre él, mi pecho quedó apoyado contra el suyo. Levanté la mirada para contemplarlo bien, tan cerca de su rostro dormido.
A DIFERENCIA DE OTRAS AUTORAS, MI TRABAJO ES PARA TÍ Y GRATIS, PERO NO OLVIDES SUSCRIBIRTE PARA APOYAR MI TRABAJO. MUCHAS GRACIAS.