El comisario está molesto con la actitud del oficial, que se queda en silencio y se hace el desentendido. Además, alguien podría venir hasta la comisaria y no sería prudente que hallaran suelto al sospechoso. El jefe inspector tal vez no se haya marchado aún del pueblo, quizá esté todavía en la casa donde ha ocurrido el incidente, esperando a que la madre de la víctima sucumba a las pastillas que le han dado para venir hasta la comisaria a supervisar el caso. El comisario va a decirle al oficial que traiga la máquina de escribir, deben redactar la confesión y hacérsela firmar a Tito lo antes posible. Su apuro se debe a varias razones, una de ellas es que a nadie le conviene que la gente de la Capital se entere de lo que ha sucedido en el pueblo, y por consecuencia algún periodista se vea interesado. Las dentelladas en el rostro de la señorita Lorena resultarían el chisporroteo incesante de la prensa, y cuando el asunto de esta muchacha comience a perder interés por parte del público, entretenido luego en otra cosa, o en otro crimen en otro lugar, esos mismos periodistas que se han tomado el trabajo de trasladarse todos estos kilómetros por esa ruta olvidada y en mal estado desde la ciudad donde provienen a esta parte hundida del país, pondrán el foco en otros temas que sí son de preocupación para el comisario, y que podrían comprometerlo seriamente. Por el momento, y por todos los momentos que siguen, por cuestiones políticas y más que nada económicas, conviene que estos asuntos nunca salgan a la luz. Al menos así es como piensa el comisario, aunque ciertamente no con estas palabras, sino más bien con sensaciones, quizá desagradables, que le nublan la vista y le hacen ver todo como detrás de una lámina plomiza llena de manchas oscuras que se desplazan despacio por el arco de su retina, pesadamente y de una determinada manera, lo que producen en su inconsciente la abstracta confirmación de que se encuentra en una situación muy peligrosa. Es decir, no queda tiempo que perder. Se necesita un culpable. Lo necesita él y la madre de la señorita Lorena. Y también el jefe inspector que vino hasta el pueblo sin presentarse aún en la comisaria, enviándole con su ausencia un mensaje que no sorprende al comisario: el jefe inspector no va a escudarlo, si lo que sucedió con el rostro de la señorita Lorena tiene algo que ver con los negocios que protege pagará él solito las consecuencias.
El comisario busca algo en el cajón de su escritorio, ya ha tomado una decisión. Ha imaginado la cadena de sucesos que culminan con un disparo de su arma reglamentaria. Pero luego se arrepiente, y ahora esto que planea termina de un modo distinto, más silencioso. Una cuerda necesita. Una cuerda atada a la viga del techo del calabozo. Cuando esto suceda, cuando se abra la puerta para que le acerquen algo de comer al detenido, el oficial descubrirá el cuerpo de Tito colgando en su vaivén a unos centímetros del suelo. Será entonces testigo fiel de los hechos, luego repetirá ante el jefe inspector la historia que el comisario irá dictarle despacito al oído, si es que sabe lo que le conviene.
El comisario se impacienta, mira hacia la puerta por donde ha salido el oficial, que se demora a propósito en regresar con el pedido que le han hecho; el oficial se ha retirado hace un momento en busca de la máquina de escribir, la que trae cargando con ambas manos y apoyada contra su cuerpo, y que lo obliga a terminar de abrir la puerta de este despacho un poco con las piernas en el esfuerzo de que no se le caiga al piso.
El cajón del escritorio ha quedado abierto, donde el comisario tiene su arma reglamentaria dentro de una cartuchera ajada de cuero negro. El oficial acomoda la máquina junto a una pila de carpetas de cartón.