El placer revelado (últimos días para leer)

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-Para poder irte a casa primero tenés que poner tu nombre en una hoja de papel.

Tito comprende lo que dice el comisario, pero no sabría cómo hacerlo. Nadie nunca le enseñó a escribir, y no logra imaginarse como dibujar esa palabra breve con la que lo nombran; la onomatopeya que suena con la I acentuada, y después la O como final. Con el dedo índice de la mano izquierda alzada por encima de su cabeza Tito hace un garabato en el aire, el ensayo de lo que será por primera vez escribir algo, y hasta parece alegrarse por la tarea. Pero el oficial le baja la mano, luego se queda viendo a los ojos al comisario. Este hombre entiende muy bien por qué lo mira así su oficial, y para redoblar la apuesta le ordena con un tono seco y autoritario que prepare la Remintong y redacte a máquina lo que le está por dictar.

-¿No es cierto que fuiste vos? dice el comisario, como si fuese necesario hacerlo hablar. Y agrega

-Mirá como le dejaste la cara a la piba esa… Te le metiste a la casa de envidioso, porque nunca tuviste nada.

Tito lo mira y asiente con la cabeza, aunque no sepa a lo que responde. Los nervios hacen que se ría, es que no comprende el juego del comisario. Suele suceder que cada vez que contesta algo que le preguntan lo termina golpeando, así que ahora Tito se ríe más fuerte, y el ruido de esa risa lastima al oficial. El comisario se levanta de la silla, se acerca a Tito, se para a su lado, luego alza la mano que al dibujar velozmente una curva en el aire se estrella contra la cara del muchacho. El rostro se desfigura un instante, la mejilla se infla y se pliega contra la nariz, un ojo se cierra por instinto, la ceja se curva hacia arriba, la cabeza se tuerce un poco, el golpe produce un estruendo sordo como el de la carne cruda al caer al suelo. Tito grita a causa del golpe. Es un grito corto, de miedo más que de dolor.

- Una bestia salvaje es lo que sos, dice el comisario.

Tras el cachetazo el oficial se ha llevado por instinto la mano a su propia cara. Espera unos segundos, inmóvil, sopesando dentro del hervidero en el que se ha transformado su mente la posibilidad de negarse a colaborar en los planes del comisario. Sabe que ese hombre ha golpeado a Tito para darse ánimos, es una forma de prepararse para lo que le están por hacer. A Tito le arde todavía la cara donde el comisario le estampó con fuerza su mano. Entonces cierra los ojos para esconderse, es el modo que conoce de poder irse de donde está, de no estar ya en aquel despacho, ni en medio de la noche, sino en ese otro lugar sin tiempo que se crea a su alrededor cada vez que apagan la luz en el sótano dónde vive.

Casi una hora más tarde, cuando ya son casi la una y media de la madrugada, el oficial pulsa la última tecla en la máquina de escribir y los chasquidos que se han estado oyendo feroces en toda la comisaria se callan de repente. Queda, entre el comisario y el oficial, ahora, un avieso silencio. Se miran por unos largos segundos. El comisario nota que detrás de los ojos del oficial crece algo dentro suyo que no le gusta. Una irreverencia. El principio de un desacato. Aunque le cueste admitirlo esta expresión en el rostro del oficial le genera cierto temor; no ha sucedido nunca esto que el oficial le sostenga así la mirada.

Tendría que darle un cachetazo por irrespetuoso, piensa el comisario.

Pero no lo hace. No se atreve.

Plasmada en letras de tinta negra, sobre una hoja de color marfil, atrapada aún en la máquina de escribir que ha utilizado el oficial, espera la confesión de Tito. Podría decirse que aquellas palabras escritas se encuentran calientes todavía. Al tiempo que el teléfono suena. Es un sonido apagado que llega desde el otro despacho, el del oficial. Y cuando las ondas sonoras tocan sus oídos los dos agentes de la ley despiertan como si vinieran de un mal sueño; entonces aquellos hilos invisibles que se habían estado tejiendo entre los dos para enredarlos en esta misma fechoría de golpe se cortan, o quizá el teléfono ha estado sonando todo este tiempo y recién ahora lo escuchan.




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