Al momento en el cual la llamada desde la Capital había culminado, incluso durante aquellos segundos mientras la mano del comisario alejaba el auricular de su oreja para apoyarlo sobre el teléfono, la frase haga lo que tenga que hacer se encendió de a poco en el aire, como un cartel de letras de neón delante de sus ojos. Y todavía se alborotan dentro de su cabeza estas palabras. El comisario sabe que no pueden permitirse que unos periodistas se interesen por el caso y anden rondando por el pueblo, en consecuencia, este asunto debe quedar esclarecido esta misma noche. Así lo espera el jefe inspector, que a estas horas y a modo de consuelo sostiene entre sus manos la mano temblorosa de la madre de la víctima, atento a que le anuncien que ya tienen al confeso dentro de una bolsa de plástico.
La soga no aprieta todavía el cuello de este muchacho que tiene enfrente. La soga no lo ahorca aún, pero es como si ya lo hiciera. El comisario lo observa quedarse ahí sentado, Tito parece estar tranquilo, esperando algo que no sabe bien qué es, pero que a su modo entiende resultará inevitable. Al verlo el comisario tiene la impresión de atravesar una cortina de agua pesada, donde del otro lado no hay otra cosa más que un silencio negro y anestésico; ya imagina cómo va sentirse mañana, cuando despierte y regrese siendo otra vez él mismo a esta comisaria, cuando recuerde lo que está por hacer. Eso será lo peor de todo, comprende. En unos momentos más ya no será capaz de sentir. Y esto hace que de pronto una oleada de vergüenza le chisporrotee por el cuerpo, venciendo de algún modo el letargo en el que ha ido cayendo en estas últimas horas, mientras espera en vano que una especie de coraje se le mezcle en la sangre y lo invada, lo comande, que impulse sus acciones sin la necesidad de pensar. Sobre todo, eso. Como si estuviese poseído, preso de la suma de unas extrañas voluntades, que no sea suya en los próximos momentos su mano, la que haga fuerza y tire y apriete con la soga.
La vergüenza le trepa al comisario por las piernas, una serpiente de seda se enrosca despacio hasta llegarle al torso. Se arremanga la camisa y mira su reloj. Esa hora y esos minutos que lee en la esfera platinada, copia mal hecha de un reloj mejor, no representan nada en realidad, solo indican que es de noche, cerca de las dos de la madrugada, y que ya no hay más tiempo para nada más. Sentado en su silla, anclado en este despacho, dejando que su mente termine de gestar ese permiso necesario para poder matar, piensa: no será más que carne y huesos colgando de una soga. Estas palabras nacen desde la negrura misma donde se engendran, y se transforman luego en una esfera metálica que se dirige directamente y a toda velocidad hacia el centro preciso de su razón, donde se refleja en su superficie redondeada el rostro apagado de Tito, su lengua hinchada, azul y flácida, asomándose bovinamente por entre la boca abierta. Entonces la vergüenza que al principio parecía un roce leve, como una seda fría, ahora se cierne con fuerza sobre su cuerpo, la serpiente se enrosca por su torso y lo aprisiona, y se transforma en odio vivo. Toda su vida, desde que se ha puesto el uniforme de policía de la provincia, no ha sido siempre otra cosa más que un peón de ciertas gentes, piensa de sí mismo el comisario, preso de una ambición resentida y casi analfabeta que pretende ganarse el respeto de los demás con las insignias que le flotan en el hombro. Ese odio abre su boca, los colmillos de serpiente relucen como espejos facetados antes de clavarse en sus carnes, y este veneno antiguo, este rencor que lleva años acumulándose dentro suyo con cada obediencia debida, se desata furioso, se arremolina dentro del pecho, hasta fundirse y disolverse para convertirse otra vez en esa vergüenza tremenda que lo azota