Se escucha un golpe ordinario contra las chapas del techo, por encima de las maderas que cubren el cielo raso, un pájaro habrá soltado algo que cayó de cierta altura, un hueso de animal o quizá una rama seca, y ahora se oyen las patitas de esa ave posarse y caminar por allá arriba. Tito entre cierra los ojos, se deja envolver por esa sensación del sueño que todavía no se ha esfumado dentro suyo del todo; de la cintura para arriba se mueve aunque levemente hacia adelante y hacia atrás, como si fuese un péndulo, atrapado otra vez por el cansancio, y los músculos del cuello se distienden y abandonan por un segundo la fuerza que sostiene la cabeza, permitiendo que su cuerpo comience a doblarse sobre sí mismo; hasta que el reflejo de vigilia libera ese impulso eléctrico que hace que la espalda vuelve a ponerse vertical y Tito abre los ojos. Como si de repente lo hubieran pinchado con una aguja. Mira al comisario, y se le ocurre decir que tiene hambre.
-Tengo hambre, dice con voz de niño que se queja, como si en el acto de quedarse dormido hubiera olvidado dónde se encuentra.
El comisario piensa que sería una buena oportunidad para molerle algo en la comida y atontarlo un poco.
-¿Tenemos algo de comer? le pregunta al oficial.
El oficial desvía la mirada para hacer memoria si le queda algo del mediodía, y sin decir una palabra se retira. El comisario espera unos segundos, fija su mirada en las manos largas y endebles de Tito, y de inmediato siente ese líquido viscoso que comienza a correrle por el cuerpo y lo devuelve a un pensamiento incómodo, inevitable. Teme que algo vaya a salir mal, sopesa por un momento las consecuencias de largar a este chico a la calle y no matarlo, pero es otra cosa lo que lo inquieta. Si tuviese que decir qué es, yo diría que desde que lo han nombrado comisario del pueblo, con la venia de alguien indispensable de la Capital, en aquella ceremonia sin brillo a espaldas de todo el mundo y sin mayor formación profesional más que la de ser un hombre capaz de empuñar un arma y usarla cuando se lo ordenen desde jefatura, eso que ahora lo domina, esto que ha venido creciendo dentro suyo, eso mismo que lo ha transformado en un torpe robot de carne humana, ahora lo vacía de pronto de sí mismo y lo llena entonces de intenciones que no son suyas. Es decir, el comisario no quiere obedecer, pero ya no sabría cómo revelarse. se ha dejado atar las manos. En consecuencia, siente que a él también, en algún momento, le han puesto las esposas que antes llevaba Tito en las muñecas, y de golpe le duele en el orgullo saber que mansamente se ha dejado atar las manos.
-Queda esto, dice el oficial desde la puerta del despacho.
Su voz sorprende al comisario, que lo ve parado con una pequeña bandeja de cartón donde yace una empanada fría. El comisario se lo queda viendo, sin disimulos, y el oficial agrega.
-Le molí una de esas pastillas que le damos a los perros para poder atraparlos.
-Acá el oficial te va a dar algo de comer, dice el comisario.
Y con estas palabras, el oficial entiende que se hacen más visibles las intenciones de hacerlo su cómplice. El comisario le hace un gesto con la cabeza, el oficial se acerca a Tito y deja la bandeja sobre el escritorio. Tito mira la empanada, luego mira al oficial. Y el oficial, apesadumbrado, dice.
-Dale, comé.