El placer revelado (últimos días para leer)

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Tito estira la mano y toma la empanada que le ofrecen. Le da un primer bocado, nota que está fría, tiene un sabor extraño y no le importa. Come. Y al hacerlo ya no quiere estar más ahí, en esta habitación frente al comisario, sino que quisiera estar tendido de costado en el ritual de todas sus noches, acurrucado allá abajo en su catre en el sótano de la carnicería. Ahora pondría su mirada en esa mancha en la pared cerca del techo, donde a veces le parece ver una boca y una nariz, donde a veces le parece ver también unos ojos que lo observan. A Tito le gusta pensar que aquellas manchas forman un rostro suave, esa nariz y esa boca, y esos ojos, el rostro que no conoce en realidad, su madre que lo mira a través del aire oscurecido desde aquella mancha en la pared. Aunque de pronto la luz que surge desde el foco que cuelga en el techo se va, el mundo se apaga, alguien lo apaga desde allá arriba, su madre desaparece en la pared, las paredes todas desaparecen, y se escucha el crujir de la puerta que conecta la trastienda de la carnicería con las escaleras hacia el sótano donde vive. Por un momento, desde las alturas, se proyecta un triángulo brillante que se despliega por sobre los escalones, pero luego la puerta vuelve a cerrarse. Con el segundo bocado de empanada, Tito siente que el cuerpo se le hace más blando, no tiene sueño como antes, pero se nota más débil y más cansado. La enorme araña comienza a bajar por las escaleras, sus largas y finísimas patas negras, llenas de diminutos pelitos aserruchados, se articulan y van pisando sin que se la sienta venir. Es liviana la araña que se acerca, sigilosa, hasta que se detiene junto al catre. Al cabo de unos segundos, la araña se dobla, se le mete en la cama, con una de sus patas le corre las sábanas y con la otra le baja el pantalón. Es blando el abdomen de la araña, su cuerpo huele a eso que huele la carnicería. Se aprieta en el pequeño espacio contra el cuerpo de Tito, que finge estar dormido, cuánto menos resistencia ponga más rápido la araña se irá. De pronto se agita, se frota, se retuerce, hasta que exhala finalmente, como si muriera en ese instante.

Tito termina la empanada. Siente la panza llena, pesada en realidad, ha dejado de tener hambre aunque no haya comido mucho, y ahora tiene sed pero no se atreve a pedir algo de tomar. El oficial lo pone de pie. El comisario piensa

Sería inexplicable haber dejado una soga al alcance del detenido.

Tito se queda de pie junto al escritorio, con los dedos atrapa las migas que quedaron enganchadas a la camisa y se las lleva a la boca. El oficial espera la orden para llevarlo al calabozo. El comisario vuelve a pensar

No puede ser una soga, tiene que ser una sábana.

Y se convence con estas palabras finales

La sábana del colchón que está en el suelo. Eso nos puede servir.

Este pensamiento es un hilo invisible que parte de esta comisaria a través de la noche, surca el monte y toca cada racho desperdigado por los campos abiertos, llega al pueblo y avanza por sobre sus calles ondulantes de tierra, para coserlos a todos. Mañana por la mañana las dentelladas salvajes en el rostro de la señorita Lorena se multiplicarán en las palabras de esas gentes, y empapadas bajo una turbia capa de declaraciones oficiales se unirán a esta otra terrible noticia: el autor del crimen se suicidó en su celda.




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