Algunos recordarán haber escuchado durante la noche el ruido fuerte y seco que hace un portón de hierro cuando se suelta y se estrella; para otros, aquel estruendo habrá sido parte del sueño que tejen en sus cabezas, incorporado con naturalidad a la historia inconexa de garabatos y luces de las que se alimentan ciertas pesadillas. Pero la explosión habrá sido clara, nacida desde este lugar conocido por todos tras el monte, provocará a los perros y se oirán sus ladridos y agitará súbitamente a las aves dormidas entre las ramas de los árboles, hasta alcanzar el laberinto hecho de piel y cartílago de aquellos oídos atentos, en especial los del jefe inspector. Todavía sentado en los sillones del living de la madre de la señorita Lorena, hundido en la penumbra, aquello que de pronto lo sacude mientras espera noticias, siendo sin dudas para este hombre, buen conocedor de estos sonidos, la explosión amenazante nacida de un arma de fuego, repasará en su mente las órdenes impartidas al comisario y con suma preocupación se preguntará por qué el disparo. A pesar de todo ninguna de estas personas atinará siquiera a moverse de sus casas, sabiendo que es mejor así, no averiguar nada, no salir a ver qué sucede, mañana se sabrá, o se sabrá con el tiempo, o a lo mejor no se sabrá nunca. Entonces se volverá para siempre más espeso el aire que respiran, seguirán oyendo ruidos extraños al momento de intentar conciliar el sueño, cuando todo se haga silencio se formará en el aire aquella escena que les falta, con finales inciertos: no verán más a Tito echado en el piso de la carnicería, o buscando con su boca abierta las gotas que emergen de una canilla mal cerrada. No estará más allí ni en ningún otro lugar. Sólo un reflejo sordo quedará de él, una sombra que persiste impregnada a la retina.