El precio de una venganza

10

Mikhael

Vi a mi esposa desplazarse  con agilidad magistral por la cocina. Estaba batiendo huevos y de pronto ya estaba horneado algo; su talento para la cocina era difícil de ignorar. Pasaba de una cosa a otra y yo sólo la podía seguir con la mirada.

—¿Qué preparas?—cuestioné mordiendo una manzana que robé del frutero que ella tenía cerca— Pareces bastante ocupada.

Limpió sus manos.

—Algunos postres—respondió con tranquilidad—, el tiempo lo amerita—. Mire por la ventana y sí, definitivamente el tiempo era frío. La nieve blanca ameritaba beber y comer algo caliente.

Había pasado una semana desde nuestra salida a ese lugar que nos motivo a bailar, y nuevamente estábamos dedicandonos tiempo. Y  hoy podía estar con ella el día completo. En ésta ocasión no saldríamos a ningún lugar, simplemente estaríamos en casa; a petición de ella.

Su presencia cada vez me resultaba familiar e inherente a mi vida. Incluso me he sorprendido yo mismo, al desear que ella fuera hija de otras personas y no de las que tanto odio con el alma. Pero la realidad era cruda y diferente.

—¡Mikhael!

Despabilé y volví mi vista hacia ella.

—¿Qué sucede?—cuestioné como si no me hubiera perdido en mis pensamientos.

—Eso es lo que yo debería preguntar—sus manos estaban sobre su mandil —. Te perdiste en tu mente. ¿Tienes alguna preocupación?

Las tengo pero evidentemente no se la voy decir.

—No. ¿Te puedo ayudar en algo?—cambié de tema—. Parece que tienes mucho trabajo.

Ella me miró escéptica pero no indagó más.

—Bueno, si quieres, puedes ayudarme con esas zanahorias. Las necesito peladas, puedes ayudarte del pelador—me acercó una charola con varías herramientas de cocina.

Pelaba las zanahorias mientras ella decoraba con chantillí un pastel. Podía notar con cada movimiento el amor que tenía por la cocina. Recordé las citas que teníamos donde ella me daba a probar muchos de sus postres y platillos, le maravillaba verme comer lo que hacía con tanto esmero.

—Te encanta la cocina, ¿verdad?—fue más una confirmación que una pregunta—Estás muy sonriente.

Ella detuvo lo que estaba haciendo y eso provocó que la mirara.

—Así es—dijo con orgullo—. Pero hoy es especialmente agradable porque tú estás conmigo y tengo lo que más amo aquí mismo. Tú y la comida. ¿Qué más podría pedir?

Esquivé la mirada. No la quería ver sonreír porque yo sabía que nada de esto era real. Sin embargo, ahí estaba ella, sonriendo como si ya no necesitara más en la vida.

Mi corazón se apretó.

Nuevamente me había perdido en el mar infinito de pensamientos. Pero sentí un beso en la mejilla seguido de una travesura que me dejó con la nariz llena de harina.

—¡Aja! ¿Cómo osas perderte en tu mente teniéndome aquí? ¡Eh! Cariño—su comentario juguetón me provocó una sonrisa.

Respondí con igual humor.

—Pues ya lo vez, querida esposa—y le regresé el ataque de harina.

La cocina dejó de serlo y se convirtió en un campo de batalla donde los misiles eran puños de polvo blanco que al soltarlos se esparcían por el lugar.

Sus carcajadas eran contagiosas y me uní a ella.

 

 




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