Mikhael
—¡Mikhael! ¡No te alejes demasiado!—escuché a mi madre advertirme. No hice caso. Rocky se apresuró hacía fuera y aún cuando sabía que ya había excedido los límites, no me alejé. Seguí a mi mascota.
Lo seguí corriendo.
—¡Rocky!—lo llamé por su nombre pero él no regresó. Se apresuró hacía la pelota verde que le había lanzado—.¡Regresa! Mamá me regañara.
Papá era muy estricto con mamá y conmigo. Nos decía que no podíamos salir más allá de las murallas que nos protegían de sus enemigos. Tanto mi madre como yo teníamos que estar constantemente protegidos por lo hombres de papá.
Nunca nos había sucedido nada. Al menos no hasta ese día.
El aullido de dolor que el perro liberó al aire nos alertó. Desde la lejanía varias camionetas se apresuraban hacía nosotros. En ellas estaban los responsables de la muerte de mi perro.
¿Por qué los hombres de papá no nos protegieron? Ellos habían dejado que esas camionetas avanzaran sin impedimento alguno. Sólo un hombre nos protegió a ambos, los otros habían sido unos perros traicioneros.
—¡Mikhael!—mamá me abrazó cuando me tuvo en sus brazos, y Santiago nos condujo hacía un túnel, pero los hombres nos alcanzaron.
—¡¡Corran!!—fue un grito lleno de desesperación por parte del hombre. Él se quedó atrás deteniendo a nuestros perseguidores y tal vez, futuros asesinos.
Mamá estaba armada, pero ella no podría con diez hombres. Y un niño no era de mucha ayuda.
—Hijo, los detendré, pero tú, por ningún motivo dejes de correr—la mire con los ojos llenos de lágrimas. Éste era el final, lo sabía.
Ella no esperó respuesta de mi parte y no hice nada simplemente obedecí sus palabras.
Escuché el sonido de balazos que parecía no terminar. Voltee y miré, sólo fue un segundo, pero vasto para grabarme cada detalle del cuerpo lleno de sangre de la mujer que me había dado la vida. Vasto ese segundo para grabar en mi psique la más horrorosa imagen de mi corta existencia. Una imagen que marcaría el principio y el fin de mi vida.
Desperté jadeante.
Sentía mi corazón explotar. La respiración acelerada. El sudor recorrer desde mi frente hacia los costados de mi rostro.
Aitana se despertó.
—¿Qué pasa, amor?—se sentó con dificultad a causa de su sueño interrumpido.
—No sucede nada—dije con fastidio. Vi su intento de tocarme el hombro pero me aparté.
—¡No me toques!—casi le ladre con furia. Cual animal a punto de atacar al primero en acercarse.
Ella me miró dolida y llena de confusión. No explique nada y salí de la habitación. No me siguió.
No había explicaciones que dar. No a ella, no a la maldita portadora de sangre asesina, no a la mujer engendrada por ellos.
Tome una jarra llena de agua fría y me serví. El agua pasó por mi garganta dejando el frío por ella.
Escuché los pasos vacilantes de Aitana detrás de mi.
—Amor…—su tono de voz cargado de ingenuidad y preocupación me jodió. Ahora mismo no estaba en la disposición de tratarla con ternura y bondad.
—¿Qué quieres?—espete.
Ella dudo en hablar.
—Si no vas a decir nada regresa a la habitación, Aitana. Ahora mismo no estoy de humor.
El silencio de la noche nos rodeo. Ella miró a través de las persianas. Seguramente miraba la luna como tantas veces lo había hecho.
—Si necesitas hablar o algo, no dudes en decírmelo. Tal vez no pueda hacer mucho—no, no podía hacer nada—, pero decir aquello que nos agobia puede hacer la carga mas ligera. Te ayudaré sin dudarlo—no lo iba a hacer, porque ningún hijo estaría dispuesto a causar daño a sus padres. Era lo único en lo que ella podría ayudarme. Por ello sus palabras eran vacías para mí.
—No sucede nada, Aitana. Regresa a dormir—la corte tajante.
No dijo nada y regresó sobre sus pasos.
Suspiré cansado de todo y de todos. Cansado de mí y de la impotencia que ese niño sintió al ver a su madre morir.