Narrador omnisciente
El hombre miró a su esposa, la miró sin saber que decir o hacer. Ella ya no podía soportar el hecho de no ser tocada por su esposo. Dios sabe cuánto deseaba a ese hombre, nunca antes se había sentido así; con un frenesí imperioso de ser deseada y tocada por alguien.
La fémina miró al hombre que creía su esposo, buscaba alguna reacción de su parte, pero no la encontró. Quería ser fuerte y dejar de llorar, pero en ese momento era imposible. Los sentimientos de rechazo que había experimentado y reprimido salieron en lagunas saladas, se habían cansado de estar ocultos bajo una sonrisa de conformidad. El dolor no expresado es así, se oculta, pero un día se cansa y sale con un rugido llenó de cólera y furia.
Ella se levantó, se colocó frente a su esposo, y limpió la evidencia de su dolor. Bajó los tirantes de su vestido.
Él trago grueso. No sabía que pensar. Sólo podía sentir.
El fino vestido tocó el piso y las prendas que cubrían la intimidad de ella no tardaron en acompañar a la prenda.
—Mikhael, por favor, tócame—ella lo tomó de una mano, y la guío hacía uno de sus senos. Y antes de darle una oportunidad a protestar ella continuó—. Te ruego, no te excuses argumentando que deseas que sea especial, pues para mí no hay momento más especial que éste. Eres mi esposo, soy tú esposa. No hay nada que se interponga. Si me deseas como yo lo hago, hagamos el amor y tómame como tú mujer por completo—cada palabra estaba llena de la agonía de una amante que reclamaba por su esposo—Pero si hay algo más, te ruego que me lo digas y te sinceres conmigo, no importa lo que sea, incluso si dices que mi cuerpo no enciende el deseo en ti, lo entenderé.
El esposo la miró, observó cada parte de su desnudez. Por supuesto que la deseaba. Su cuerpo era delgado, sus curvas eran suaves, sus montes eran pequeños pero se veían tan deseables a su vista; casi irresistibles. Los picos rosados lo invitaban a la tarea de adorarlos con su lengua. Su pelvis estaba cubierta por un poco de vello oscuro. Y contrario a lo imaginaba que sentiría al ver a una mujer así, el se halló preso de un deseo extraño, como si fuera la primera mujer que contemplaba, como si fuera un mozo ignorante del cuerpo femenino.
Él acercó su mano derecha hacía su vulva jugosa, su miembro viril palpitó, se agrandó pidiéndole adentrarse a ese interior desconocido. Y ella…ella jadeó apenas por ese débil rose.
Los oídos de él no dejaron pasar ese tímido sonido.
Ella abrió sus piernas a su esposo. Mostrando su intimidad brillante y resbaladiza.
“Quiero más” pensó.
—Aitana, te juró que lo intente— la tumbó a la cama, debajo de él—. Juró que intenté no tocarte, pero ahora ya es imposible volver atrás. Espero me perdones.
Ella no prestó atención a esas palabras. Más tarde las entendería.
Al poco tiempo él también se desnudó. Atesoró cada parte de ese pequeño cuerpo, pero grande en deseo. Lamió, beso y acarició cada parte de ella. Y cuando creyó a ver adorado cada mililitro. Finalizó adentrándose a esa vagina apretada.
Ella se movía presa del placer, sus caderas reclamaban más a su esposo. Los ojos de ambos se miraban haciendo del momento aún mas intenso; pues no era sólo el cuerpo el que se tocaba, sino también el alma. El ruido de sus intimidades fundiéndose les estimulaba a más movimientos de vaivén.
—¡Ah! Si, si, ¡Ahí, amor!—las manos de ella lo arañaban y luego se aferraban a las sábanas intentando sobrellevar el éxtasis de las embestidas.
Él apretaba los dientes intentando no perder toda la cordura a causa de la estrechez de su mujer.
Y por fin sucedió, el placer de los sentidos estalló en aquello a lo que llaman orgasmo, pero esa palabra era tan insuficiente para abarcar la magnitud de lo que esa noche sucedió.
Ay el amor, siempre hallando lugar en las historias menos propicias. Es un tirano, un salvador, un veneno…y un bálsamo. Es locura y verdad, es sueño y vigilia. Es una breve agonía.