El precio de una venganza

18

Aitana

—¿Ya la colocaste?—escuché preguntar a mi esposo. Probablemente ya estaba cansado de cargarme en su hombros.

—No, ya casi—sólo faltaba un poco y pondría la estrella en el árbol de navidad.

—Te dije que lo haría yo—dijo entre murmullos.

—¡Listo!—la estrella brillante se quedó en el pico del pino.

Me bajó despacio hasta tocar el piso con mis pies.

—¿No se ve hermoso, amor? —miré el gran árbol lleno de luces rojas, verdes y otras de colores vivos. También tenía más adornos, como los bastones rojos con blanco que decían una sola cosa cómeme. Eran dulces reales.

La temporada navideña por fin había llegado y junto con ella los villancicos, y yo no podía estar mas rebosante de felicidad. Amaba éstos días.

—Si, pero no más que mi esposa—respondí a su comentario con besos en sus mejillas.

—Amor, mira—le mostré los gorros que conseguí en una tienda. Uno era verde y otro rojo.

Antes de decir algo, el ya estaba negando rotundamente.

—Ni se te ocurra, Aitana—dijo mirando los gorros.

No dije nada pero lo mire con ojos de perro atropellado. Me quitó el gorro rojo de las manos.

—Maldición, las cosas que me haces hacer, mujer—yo sólo lo miraba. Era tan tierno a pesar de medir casi el doble de mi estatura—. ¿Ya estás contenta?

—¡Si!—me abalance sobre él y caímos en uno de los sofás—. Eres como un regalo.

—¿Lo soy?—sonrió alzando una ceja.

—Como un regalo erótico navideño—la sonrisa se esfumó de su rostro—. Es que mírate, amor. Santa tiene una enferme barriga. Y tú tienes un chocolate lleno de cuadros.

Lo vi acercar sus manos a mi barriga.

—No, no. Era broma. Cosquilla…—ni si quiera dejó que terminara de hablar porque ya estaba hacia su objetivo.

—Para, para—traté de evadir sus manos pero fue imposible. Sólo me dejó hasta ver que ya no podía resistir.

Nos reincorporarnos en el sofá.

—¿Qué más quieres hacer, esposa? La casa ya está explotar de tanto adorno.

Su pregunta no me tomó desprevenida. Ya sabía que hacer.

—Ver una película—dije sin dudas.

—¿Cuál?

—Ghost, la sombra de amor—sonrió—. Por supuesto, si tú también quieres.

—Veámosla—respondió.

Me levanté y no tarde en ponerla. Regrese de puntillas a su lado; el piso estaba frío y no me había puesto las pantuflas.

—¡Ah! Acabo de recordar que tengo palomitas de caramelo, ¿quieres?

Negó.

—Me gustaría más las galletas que hiciste.

—Las traeré.

Busqué el la cocina las palomitas, y luego tome de la barra las galletas.

Mikhael

La vi regresar con su andar lleno de cadencia. Hermosa.

—Toma, amor—tomé las galletas salpicadas de chocolate.

—Gracias—dije al tiempo que la acerqué a mi lado.

La a pantalla empezó a reproducir la película. Ya la había visto, o bueno, más bien algunos fragmentos. Fue con una mujer que no recuerdo su nombre. La verdad la película era una excusa para tener sexo. Pero ahora era muy distinto a ese época. Yo ya no era un niño. Era un hombre casado y la mujer que estaba a mi lado era mi esposa; la cual estaba tan absorta que dejó de comer. Sus ojos se cristalizaron a medida que el drama avanzaba.

—Es tan triste—dijo limpiando sus ojos con la manga de su suéter—. No importa cuántas veces la vea, siempre lloro.

—No pienses en lo triste, ve el lado bueno—no podía creer las palabras que salían de mi boca. Yo Mikhael, el hombre que ha vivido su vida en el remordimiento, hablando de positivismo—. Al menos pudieron despedirse.

—Si, supongo. Pero ya no estarán juntos. Ya no envejecerán tomados de las manos, mientras ven a sus nietos. No me gustan los finales tristes.

Al escucharla hablar así de una película. Inevitablemente me cuestioné que reacción tendría al saber el trasfondo de nuestro matrimonio. ¿Qué diría al conocer las verdaderas intenciones que me acercaron a ella? ¿Qué pensaría al saberse la hija de los asesinos de mi familia? Y finalmente la pregunta que más me atormentaba. ¿Qué haría al saber que mentí?

El sonido del timbre interrumpió mis dudas.

—Iré yo—se levantó.

Como si la vida leyera mis cabeza, mis pensamientos y mi alma. Mandó su respuesta en un hombre que mi yo del pasado y mi yo actual despreciamos hasta la médula.

—Buenas noches, primo.




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