El precio de una venganza

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Aitana

Los meses han transcurrido con una velocidad impresionante. Entre visitas a mis padres, a Victoria, a la obstetra para el cuidado de mis hijos, y algunas noches de insomnio en las que despierto a mi esposo porque nuestros hijos demandan antojos, los días no podrían pasarse más rápido. Me río internamente al recordar como casi se cae de la cama cuando lo desperté por primera vez, se alarmó pensando que ya se había adelantado el parto; Dios quiera que no porque a penas tengo seis meses, mis bebés serían prematuros y eso traería complicaciones. Esa fue la primera y última vez que lo desperté, aunque Mikhael insistió en que él se levantaría e iría a la cocina, apelando que no debería moverme demasiado; la verdad es que cada que puedo me levanto, él ya tiene suficiente trabajo y no quiero ponerle más carga.

Me levanto despacio del sofá, la imagen del comercial presentando a esas galletas rellenas de chocolate blanco hicieron que mi boca se hiciera agua.

—¡No te levantes!—la repentina voz de Mikhael hace que me asusté y lo mire con el ceño fruncido.

—Deberías hacer ruido cuando entres a casa, Mikhael Brown.

—Lo hice, cariño. Pero creo que he dejado de ser atractivo, al menos ya no soy tan seductor como para superar a esas galletas que acapararon tu atención—lo dice con fingido dolor de derrota.

—Estos bebés no se dejan seducir por ti—lo abrazo, bueno, lo abrazo hasta donde mi estómago lo permite.

El estómago de seis meses de embarazo que tenía mi madre en sus fotografías es nada comparado al mío. ¿Será por qué son dos? Probablemente. Tengo que admitir me siento un poco acomplejada por ello, pero Mikhael dice todo lo contrario, incluso ha dicho que hacerme el amor viendo mi vientre lo pone más.

—Regresaste más temprano, amor.

—No me gusta que estés sola, así que estaré tratando de llegar lo más pronto posible.

—Ya te he dicho que no te preocupes, si sucede algo te llamaré—le ayudo a quitar su abrigo y no puedo evitar besar su nuca, su fragancia varonil me embriaga como la primera vez—. ¿Tienes hambre, cariño?

—Si, pero traje comida china. No tienes que cocinar, señora Brown.

—Bien, señor Brown.

Nos sentamos y empezamos a comer. Suelto un sonido de satisfacción por el placer que se extiende por mi paladar a causa de la explosión de sabores dulces y salados.

—Amo que sepas mis comidas favoritas, esposo. ¿Ya te lo había dicho?

—No, pero ahora lo haces—el ver que me he ensuciado un poco los labios me limpia delicadamente con una servilleta.

—¿Cómo están mis bebés? ¿Se han portado bien?—expresa tocando mi vientre.

—Casi hacen que quiera arrasar con toda la cocina—me quejo mirando mi abultado estómago—, pero el autocontrol de su madre es grande.

Se ríe negando levemente.

—No te burles, Mikhael. Es verdad.

—Lo siento, es que tú ya en si eres una amante de la comida, pero ahora tienes a otro dos que multiplican tu amor.

—Si, ellos también amaran la comida.

Limpió la mesa y él lava los trastes todavía con una sonrisa descarada. Que fácil es sonreír cuando él no tiene a dos almas en su cuerpo.

—¿Quieres ver una película o hacer karaoke?—cuestiona acariciando nuevamente mi vientre hinchado.

—Ambos, pero lo podemos dejar para otro día—digo observándolo con preocupación—, te vez cansado. ¡Te daré un masaje!

—Si me haces una propuesta así, es imposible resistirme. Acepto.

—¡Bien!—iba a decir algo más, pero sus labios me interrumpieron. Me besó despacio, sin prisas, degustando mi sabor y yo el suyo. La menta y la dulzura me obnubilaba el cuerpo y el alma.

Cuando nos separamos un hilo de saliva nos unía y la vergüenza se apoderó de mí.

—Tus mejillas te siguen delatando—señala.

—Ya lo sé, aún lo detesto—me quejo.

—Yo lo amo—acarició mi mejilla izquierda. Si ya estaba ardiendo esa acción lo intensificó.

—¡Vamos! Necesitas un masaje urgentemente.

—Si, si, vamos.




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