El precio de una venganza

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La vida es una comedia para aquellos que piensan y una tragedia para aquellos que sienten”

Horace Walpole

Mikhael

Contemple con horror como mi esposa era llevada a urgencias. No podía creer lo que había pasado en un segundo. Para ser exactos no quería creer que mi esposa tuvo un accidente, que estaba en riesgo de morir junto con mis hijos. Qué estaba apunto de perder a mi familia. Y todo por mi culpa. Debí hablar con ella, debí decirle todo y evitar que se enterara del modo en que lo hizo. Ahora ya es tarde. No puedo dejar de llorar como niño pequeño ante la idea de perderla. De perderlos. Ella estaba bañada en sangre, el sólo recordar su imagen provoca que mi corazón se apriete y se arrastre por un poco de piedad ante ese Dios en el que cree mi esposa, pero del que yo reniego su existencia.

«Por favor, sálvalos, no me los quites»

Mi plegaria fue interrumpida por la aparición de un hombre de edad avanzada y de una aura que gritaba peligro, a su lado una mujer colgaba de su brazo. Eran lo padres de Aitana. Y también las personas que me provocaron pesadillas en la niñez.

—Mi hija, ¿cómo se encuentra Mikhael?—fue la señora Duarte la que habló con preocupación acercándose a mi.

—Esta siendo atendida, no sabremos respuestas hasta que pase un tiempo—respondí.

El padre de Aitana estaba imperturbable, tranquilo. Como si su hija no estuviera balanceándose entre la fina línea de la vida y la muerte.

No fue hasta que la señora se dirigió a la cafetería que soltó palabras mordaces.

—¿Ya estás satisfecho, ya fue saciada tu hambre de venganza, Mikhael Anderson?—dijo viéndome directamente y sin dudas.

Apreté mis puños. Él lo sabía todo. No me sorprendía, las cosas ya habían escalado hasta un punto de no retorno.

—No era así como se supone deberían haber terminado las cosas—respondí tragándome mi orgullo.

El negó con una sonrisa burlona.

—Justo esas palabras dijo tu padre mientras lo queme hirviendo en agua, ¿sabes? Fue muy divertido verlo tragarse el dolor, pidiendo piedad por ti. Me divertí tanto que le concedí su deseo y te deje vivir. Y gracias a eso mi hija está casi muerta.

En otro momento esas palabras habrían catalizado mi rabia animal, pero, ahora la rabia era menor en comparación a la angustia que sentía. Todo lo que me importaba era no perder aquello que se me volvió a dar.

—Ahórrese su palabrería. Sólo me importa su hija, nada del pasado es relevante para mí.

Mis palabras lo dejaron pensando. Tal vez analizando la credibilidad de ellas.

La madre de Aitana regresó con dos cafés. Uno se lo dio a su esposo y un se lo quedó ella.

No volví a interactuar con ninguno, sólo pude esperar hasta que alguien viniera a decirme el estado de mi esposa.

«««»»»

—¿Ustedes son los familiares de Aitana Duarte?—preguntó una mujer de tez oscura.

—Así es—afirmó la Señora Duarte.

—Su hija se encuentra en un estado crítico, y tuvimos que intervenir en su embarazo. No pudimos salvar a los fetos—dijo esa noticia con gran circunspección.

No pudimos salvar a los fetos.

Me quedé congelado al escucharla decir eso.

Mis hijos, mis hijos ya no estaban vivos. Me habían sido arrebatados y ésta vez no podía señalar a nadie. No había a nadie a quién culpar. Sólo yo. Yo mate a mis bebés.

Mate a mi hijos.

El peso de la desesperación, la angustia, el dolor , la culpa me acometieron y sólo pude dejarme caer al piso. Derrotado.

Fue mi culpa. Mis niños, mis bebés, mi esposa.

Recordé la promesa que le hice en el altar a mi esposa, no, ya no merecía llamarla así, a Aitana.

Prometo llenarte de dicha, y conducir nuestros caminos con la sinceridad de mi corazón.

Ella me sonrió y en sus ojos se podía notar un brillo causado por la dicha del momento, y la promesas de un futuro juntos.




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