Mikhael
Abrí la puerta del que era nuestro hogar con pesadumbre. No quería entrar. No quería entrar y ver aquello que perdí. La habitación donde compartí bellos momentos con mi esposa y en la que le hice el amor. La habitación de nuestros hijos llena de ropa y juguetes que nunca serían usados. La cocina que sería fría y sin el olor de sus comidas. La sala en la que nos recostábamos y veíamos películas en las que ella reía o lloraba. Pero, al final lo hice, al final entre a ese lugar que se tornó gris.
Lloré, una y otra vez. Sin parar, sin dejar de sentir que mi corazón me pesaba y el cual me quería arrancar. No quería sentir tanto dolor. Tanto sufrimiento. Tanta angustia. Tanta desesperanza.
Aitana había despertado y eso me mantenía con una leve esperanza. Si ella hubiera muerto habría preferido morir. Morir y ya. Pero, ella estaba viva, aunque, la manera en la que suplico ver a nuestros hijos me rompió el alma. Verla en ese estado, carente de felicidad, de alegría, me llenó de culpa. Yo creía firmemente que tener una esposa era como tener una rosa, justo como el principito. Yo tenía una rosa, pero no la vi, me deje engañar creyendo no tener nada. La rosa roja y llena de vida fue marchita en mis manos, yo la marchite. Yo la despedace. Le arranqué sus bellos pétalos en los que poseía sus sueños y los destruí, dejándola sin nada.
No esperaba que me perdonara. Yo mismo no me perdonaba. Si ella decidía destruirme estaría feliz de ayudarla con ello.
Vi abrirse la puerta y no me molesté en verificar la identidad del intruso.
—Mierda, Mikhael—Albert pasó entre lo escombros de las cosas. No me había molestado en arreglar el lugar.
Ni siquiera lo mire. No dejé de ver el álbum de fotos que tenía con Aitana, la última sección estaba en blanco; la parte en donde tendrían que estar las fotos de nuestros hijos.
No me importó la presencia de Albert, no me importó desmoronarme mientras se quedó viéndome en el piso, tirado y abrazándome a esos momentos grabados en tinta que ya nunca podría recrear.
—Vamos amigo, vamos—como pudo me ayudó a levantarme—¿a caso quieres que tú esposa te vea así?
Claro que no. Pero poco le iba a importar incluso si lucia como modelo. Tendría suerte si llegase a dirigirme la palabra, incluso si fuera por un insulto.
Aitana
Cuando desperté encontré a mis padres en la habitación blanca. Mi madre tenía el rostro lleno de preocupación, mi padre estaba en el otro extremo emocional, totalmente despreocupado. No me sorprendió. Él era así, no mostraba sus emociones, era tan desapasionado. Eran polos opuestos, pero no de los que se atraen. Y pese a todo estaban juntos.
—Oh, hija no sabes lo angustiada que estaba—mi madre se acercó a abrazarme.
—Si—contesté sin ánimo.
Seguramente estaban más que preocupados, pero eso no me importaba. Sólo quería dormir, por no decir morir. No quería ver la realidad. No una donde no estaban mis hijos.
—Lo vez, tus decisiones te han llevado hasta aquí—la crudeza de mi padre golpeó mi débil corazón—. Si hubieras aceptado un matrimonio arreglado por mí, estarías más feliz.
Por supuesto, él no iba a dejar pasar ésta oportunidad para restregarme el resultado de mis decisiones.
—Tú solo querías casarme para hacerte de un territorio más—esa era la cruda verdad. Mi padre me quería, pero no comprendía su amor.
—No lo voy a negar, pero me habría asegurado de buscar un hombre digno. Al menos uno que tuviera las bolas bien sujetadas para decirte las cosas de frente.
Viendo que la situación estaba escalando, mi madre intervino.
—Robert, no es momento para eso. Ya vimos a nuestra hija, dejemos que descanse.
Él no dijo nada, pero fue el primero en salir.
Cerré las ventanas impidiendo que la luz del sol entrara por las persianas de la habitación. No quería ver como la vida continuaba como si nada. Como si dos seres no me hubiesen sido arrebatados.
Quería morir. Morir y no sentir. No quería sentir esa culpa que me oprime el pecho. Si tan solo no hubiera subido a ese auto.