Mikhael
Miré a mi esposa, me habían llamado del hospital para decirme que no estaba comiendo apropiadamente, y que de continuar así necesitaría de ayuda terapéutica o, aún peor, si llegaba a un grado extremo de depresión sería necesario la ayuda psiquiátrica. Algo que definitivamente no dejaría que pasara.
—Abre, Aitana—le dije para abriera sus labios y dejara entrar la gelatina.
Ella me miró con molestia, pero termino cediendo.
—Lo haré yo—habló y con eso empezó a comer ella misma. Realmente me tenía preocupado, ella era delgada, pero ahora estaba al borde de los huesos. Sentía que cualquier golpe la rompería.
No habíamos hablado de nuestra relación. Ni de la muerte de nuestras hijos; no quería tocar el tema, sería un completo calvario.
Cuando terminó se recostó nuevamente y yo dejé a un lado la bandeja.
—¿Te gustaría salir al jardín?—la inste a salir de su oscuridad—el día está hermoso.
La habitación a pesar de ser blanca, se sentía oscura. Ella tenía las persianas cerradas, impidiendo que el sol la alumbrara.
—No—respondió sin fuerzas.
De repente sacó unos documentos que tenía debajo de la cama de hospital. Me los dio y yo los tomé. Mis manos temblaron al ver la palabra DIVORCIO.
—¿Qué es esto?—la pregunta era estúpida, obviamente sabía lo que era. Pero estaba atónito. No quería divorciarme de ella.
—El divorcio, te estoy pidiendo el divorcio. Sólo necesitas firmar y ya dejaremos ésta farsa de amor. Ya no tendrás que interpretar el papel de buen esposo. Ya no necesitas cuidar a tu esposa ávida de afecto. A tu esposa falsa.
Pensé que ya había agotado mis lágrimas, pero me equivoqué.
Nuevamente mis acciones se estrellaban contra mi sin ninguna piedad. El papel en mis manos fue mojado por algunas gotas saladas y amargas. No levanté la vista.
—Aitana, no, por favor no—supliqué—. Se que me equivoqué, lo se, no me case contigo por amor, lo acepto. Pero yo me enamoré de ti, de tus comidas, de tus bienvenidas cuando regresaba a nuestro hogar. De tus manos que me cuidaron. De tu manera de cuidar nuestra familia.
—Ay Mikhael. El problema es que ya no sé si lo que dices es verdad. Sabes fingir bien, o tal vez yo soy pésima detectando las intenciones de lo demás. Pero ahora me sería difícil saber que es verdad—su voz fue de derrota. De completa derrota.
Se limpió una lágrima solitaria que recorrió un camino hasta su mejilla.
—Se que lo pido es difícil, pero, si me das otra oportunidad. Haré que valga la pena—le aseguré.
Quería decir te lo prometo, pero esas palabras no valdrían después de romper tantas promesas desde que la conocí. La promesa perdió valor porque yo se lo quité.
—Por mi culpa están muertos nuestros hijos—sollozo e hizo que mi alma se acongojara—, por mi culpa. Porque yo subí a ese automóvil.
No, ella no era la culpable. Ese era yo.
—No, amor. No, tú no eres culpable—lo era yo, pero no quería dejar salir esas palabras o lo volverían aún más duro de llevar.
—Tengo miedo—confeso—, tengo mucho miedo a que vuelvas a clavarme un puñal y no poder hacer nada.
Cuando se ama a una persona, se le da el poder de destruirnos. Te despojas de todo y dejas verte tal y como eres, y entonces esa persona tiene total poder sobre ti. El amor no es sólo lo que se hace, sino también lo que no se hace.
—Por favor, amor, no me pidas esto—la abracé, ella no me correspondió, pero tampoco me apartó como antes—. Sólo una vez más.
Sentí sus lágrimas mojarme el cuello.
—No, Mikhael. Ya no.