El puente de las conversaciones

1.1: La Autenticidad

La tarde declinaba cuando, en una cafetería apartada del distrito principal —de esas que no están en Google Maps pero que los locales conocen—, Arqui descubrió a una mujer de unos cuarenta años trabajando en una laptop cubierta de stickers desgastados. Frente a ella, una presentación que claramente no seguía ninguna plantilla corporativa estándar. Era cruda, con diapositivas sobrecargadas de contenido y un diseño que gritaba "hecho con urgencia, no con presupuesto".

La mayoría de los profesionales del distrito pasaban de largo con sus MacBooks pristinas y sus decks perfectamente diseñados. Algunos la miraban con condescendencia apenas disimulada.

Pero Arqui se detuvo en seco.

Aquella forma de trabajar, imperfecta pero genuina, le recordaba a su primer proyecto freelance: hecho con lo que tenía a mano, sin recursos pero con convicción. Reconocía esa autenticidad que no pide permiso para existir.

Se acercó con su café y simplemente preguntó:

—¿Puedo sentarme aquí? Está lleno.

No estaba lleno. Ella lo sabía. Él lo sabía.

La mujer levantó la vista con ese gesto universal de quien está acostumbrada a trabajar sola.

—¿Te envió alguien de alguna aceleradora? —preguntó sin rodeos, cerrando parcialmente su laptop como protegiendo su trabajo.

—No.

—¿Querés pitchearme algo?

—No.

La profesional lo estudió con ojos que habían visto demasiadas reuniones donde todos querían algo.

—Entonces, ¿por qué te quedaste?

Arqui señaló la laptop con un gesto honesto.

—Tu presentación... no sigue las reglas. Y aun así, o quizás por eso, parece más real que todas las que vi hoy en las torres de cristal.

Un silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. Era el silencio de dos personas que reconocen un lenguaje compartido que el ecosistema corporativo parecía haber olvidado: el valor de lo auténtico sobre lo pulido.

—Llevo diez años en este distrito —dijo finalmente la mujer, y su voz se había despojado de su filo defensivo—. Y hace mucho que nadie valora el trabajo por su sustancia en lugar de por su packaging. Todos buscan el pitch perfecto, la presentación de consultoría de cinco cifras, la marca personal impecable. —Acarició su laptop llena de stickers—. Tienen miedo de mostrar el proceso. De mostrar lo imperfecto.

—Quizás no saben que lo imperfecto también genera confianza —ofreció Arqui.

—O quizás sí lo saben. —La mujer sonrió, y era una sonrisa que conocía demasiado sobre el síndrome del impostor—. Y por eso tienen tanto miedo. Porque lo auténtico los obliga a ser vulnerables. Y la vulnerabilidad no se enseña en los MBAs.

Se llamaba Carmela, y había sido directora en una multinacional antes de que la vida —y una reestructuración corporativa brutal— le enseñara que su verdadero valor estaba en su expertise específico, no en el logo de su empleador. No lo dijo directamente; lo dejó caer en fragmentos entre conversaciones, como quien comparte aprendizajes dolorosos solo con quienes realmente están escuchando.

Y en ese gesto honesto, sin intercambio de tarjetas ni solicitudes de conexión, sin el ritual performático del networking tradicional, nació la primera alianza verdadera de Arqui en el distrito.

Carmela le enseñó sin palabras algo fundamental: tu voz profesional única, aunque imperfecta o fuera de las normas de la industria, es lo único que nadie más puede replicar.




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