El castillo se sumió en un agobiador silencio hasta que el llanto de un recién nacido alivió los corazones de la servidumbre.
La puerta de la habitación principal se abrió, dejando al descubierto al Emperador, quien ni siquiera se detuvo a observar a su alrededor, simplemente caminó directo a la frágil doncella que lo esperaba y le dio una bofetada.
—¡Madeleine casi pierde el bebé a causa tuya!
La sangre ensució el delicado y pálido rostro de la joven, pero aun así se mantuvo firme. Apretando los puños a sus costados y conteniendo la rabia de gritarle al Emperador.
—Myra murió... —murmuró tan suave que incluso el tic-tac del reloj se compadeció de su voz.
La expresión del Emperador se suavizó solo un poco. Esa pequeña era su hija después de todo, debía dolerle algo su pérdida. Pero, ¿a quién le importaba eso ahora?
Madeleine había dado a luz a un fuerte varón y eso era lo que el reino necesitaba, un heredero y no material para hombres.
—Era una niña rebelde, de no haberle gritado a Madeleine...
Los ojos de la doncella se cristalizaron irradiando dolor y rabia, su pequeña solo tenía cuatro años y había muerto porque el Emperador la había encerrado en la última habitación de la más fría torre como forma de castigo. Limitando a su vez sus interacciones con la servidumbre y su propia madre.
—Pudiste rescatarla, el doctor ya la estaba atendiendo...—masculló la mujer sin apartar la mirada.
Myra estuvo encerrada durante un mes, cuando su madre se percató de su estado de salud corrió a la puerta del palacio del Rey de la Casta del Sur pidiendo misericordia. Ese maldito simplemente la arrojó fuera de su casa y le cerró la puerta, excusándose con un simple «No es asunto mío».
Como último recurso sobornó al doctor real para que atendiera a su pequeña, por desgracia, esa noche Madeleine Bradford daría a luz y su parto se complicaría.
Las criadas de la mujer pidieron su ayuda, alegando que necesitaban la presencia del doctor, él se negó rotundamente. Myra estaba en un estado crítico y de no ser atendida, moriría. Por desgracia, no contaba con la repentina presencia del Emperador, quien le arrebató al doctor y las llaves de la habitación, dejándola sin la posibilidad de salvar a su adorada hija.
Ese hombre era lo peor.
—Solo le di una lección, no respetó a la futura Emperatriz.
—¿Una lección? ¿Así como lo hiciste con el Príncipe heredero?
La doncella tampoco olvidaba el asesinato de su primogénito, este fue tratado como un simple accidente. Aunque ya habían pasado dos años aún vivía con el dolor de haber perdido a su hijo de tan solo seis años, Nicholas.
Aquel devastador día Nicholas «tropezó mientras corría en el despacho del Emperador y cayó por la ventana directo a una muerte segura». Recordaba como la sangre de su pequeño tiñó los pétalos blancos de su rosal favorito y cómo al mirar hacia dicha ventana se encontró con la gélida mirada del Emperador.
—No fue un accidente, tú asesinaste a Nicholas cuando descubrió que me despojarías de mi título para hacer Emperatriz a Madeleine.
—Juliette... —El Emperador rechinó los dientes con rabia. Su esposa estaba acabando con su paciencia—...al quitarte tu título no pensaba dejarte a la deriva, tendrías techo y comida, pero esos pequeños lo arruinaron todo.
—Oliver... —Era la primera vez que la mujer no pronunciaba su nombre lleno de amor—. ¿Así que solo puedo tener techo y comida mientras Madeleine y su hijo gozan de felicidad?
Juliette Grimaldi sabía a la perfección que ser hija de una concubina no la llevaría lejos, por eso, cuando sus familiares decidieron casarla con uno de los caballeros de la familia Castlemore se esforzó para que este llegara a lo más alto. No solo le entregó su corazón, también arriesgó su vida incontables veces por él.
Cuando el Príncipe Castlemore se convirtió en su amenaza, ella puso veneno en su copa; cuando las inundaciones atacaron sus territorios, ella formuló un plan de recuperación; cuando el Príncipe Lawrence intentó asesinarlo, ella recibió la fecha; y así durante sus ocho años de matrimonio.
Era injusto que después de tanto recibiera tan poco.
—Madeleine es una persona magnífica, siempre fue la esperanza de tu casta mientras que tu... solo eras la hija de una concubina nacida el primer día del mes.
«Una desgracia».
Según las creencias, existía una lucha entre la luz y la oscuridad entre el trigésimo —o trigésimo primero, según sea el caso— y el primer día de cada mes. Dicha lucha está a favor de la oscuridad justo a medianoche y se dice que los niños nacidos en ese lapso solo traerán desgracias a su casta. El devastador destino de Juliette Grimaldi no solo la condenó a ser hija de una concubina, sino que también la obligó a nacer en tiempo de mala fortuna, convirtiéndose en la mayor desgracia de su familia.
Madeleine, en cambio, había nacido el día más próspero de su mes, justo cuando una grulla se posó en el estanque de su casa —la cual representa abundancia—. Era la segunda hija de la familia Bradford y para sus tres años ya caminaba correctamente, leía poemas con fluidez y tocaba el arpa como toda una musa.