Lo que llamó mi atención, es que cuando bajé del colectivo en su destino, el día había oscurecido.¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo? Yo me había subido en la mañana y parecía ya estar anocheciendo, como si hubiera dado un pequeño salto en el tiempo.
Al bajar me encontré en un campo inmenso sin fronteras grises y completamente vacío. Lo único que pude divisar fue una pequeña casa blanca entre un conjunto de árboles.
Ya que no se me ocurría una opción mejor, decidí acercarme y golpear, tal vez alguien allí pudiera ayudarme, puesto que el próximo colectivo no pasaría hasta el día siguiente en la mañana.
Un tejido de alambre dañado rodeaba la casa en su diámetro, la cual tenía un aspecto humilde y descuidado. Las paredes de fuera estaban despintadas, y la luz sobre la puerta estaba rota.
Pasé el tejido y golpeé la puerta.
Pasaron unos cinco minutos, nadie dió señales de vida del otro lado.
Volví a golpear y esta vez en simultáneo la cortina de una de las ventanas se sacudió enérgicamente.
En el fondo oscuro comenzaron a escucharse extraños aullidos de animales, lo cual era bastante coherente tomando en consideración que me encontraba en un descampado, pero a decir verdad, escalofriaba un poco.
La escena comenzaba a parecerme una película de suspenso desesperante, mis manos frías sudaban del nerviosismo que se apoderó de mí, y entonces sentí la necesidad de volver a golpear con más fuerza.
En el tercer golpe mi mano quedó suspendida en el aire cuando la puerta se abrió.
-¿Quién eres tú?- preguntó un señor mayor con un gesto desconfiado, de baja estatura, encorbado y con el cabello grisáceo.
-Ana Walker.- le extendí la mano escrutando sus ojos y el interior de la casa a sus espaldas. Una bombilla de luz amarilla colgando del techo iluminaba lo que parecía ser una pequeña sala.
El hombre miró al suelo de inmediato en un acto reflejo, luego volvió la mirada a la mía y estrechó mi mano simulando simpatía.
-¿En qué puedo ayudarte?- me preguntó.
-Me he pasado de mi parada en el colectivo y me he quedado aquí, usted sabe que el próximo pasa mañana en la mañana por lo tanto no tengo cómo regresar a mi pueblo.- expliqué con un poco de timidez.
-Tranquila, pasa.- sonrió sin mostrar los dientes con una mirada comporensiva y cerró la puerta detrás de mí.-Siéntate, estaba a punto de cenar.- agregó gentil.
-Muchas gracias, es usted muy amable.
-¿De dónde eres?- indagó, dirigiéndose a lo que parecía ser la cocina.
-Valle de los Ángeles.
-Conozco ese pueblo, solía deambular por sus calles hace mucho tiempo, cuando mi hija dió a luz a mi nieta, Ana.
-¿Ana? Somos tocayas.
-Fueron. -me corrigió, con un gusto amargo en su palabra.
-Oh, lo siento.
Se hizo un silencio incomodo.
-¿Qué le pasó?- pregunté curiosa, aunque no quería molestar al señor.
Apoyó dos platos calientes en la mesa y me miró fijamente a los ojos, con concentración.
-Podríamos decir que desapareció, se borró del juego.- contestó, analizando mis reacciones.
Yo lo escuchaba indiferente pero le hacía preguntas con cierto grado de intriga.
-¿Y hace cuánto tiempo?
-Veinte años exactamente, los años que estaría cumpliendo. -respondió mientras apoyaba otro plato más sobre la mesa.
Su respuesta me dejó algo confundida, ¿osea que su nieta había desaparecido cuando nació? Pero no quise seguir preguntando puesto que sentí estarlo incomodando un poco.
-¿Cuál es tu fecha de nacimiento?-me preguntó al sentarse a la mesa. Pregunta extraña.
-Nací un veintinueve de febrero del año dosmil.- terminé de decirlo y escuché un ruido que me desconcertó, como si fuera el ruído de una cisterna.
-¿Hay alguien más en la casa?- pregunté de inmediato, tratando de disimular mi preocupación. Y de pronto comencé a preguntarme para mis adentros qué hacía tan confiada en la casa de un desconocido.
El anciano observó mi rostro sin decir una sola palabra, y llevó a su boca una cucharada de su porción.