Kira corrió hacia el norte, tal como se lo había indicado Elias Vance. El sonido de los helicópteros del Cónclave ya no era lejano; el batir de las aspas resonaba en el valle, acercándose rápidamente a su posición.
—Vance, si esto es una trampa, te juro que la Atlántida será el último lugar que veas —murmuró Kira en el comunicador satelital.
—Relájate, Capitana Rourke. A mi juego no le hace falta la traición —respondió Vance, su voz mantenía un tono de arrogancia relajada, exasperante para Kira—. Mira hacia el pico más alto del fiordo, el que tiene la nieve fresca.
Kira levantó la vista. Cerca de la cumbre, un punto oscuro se movía. No era un helicóptero militar; era un helicóptero utilitario de lujo, pintado de un negro mate y sin marcas. Era el tipo de vehículo que usaba la gente que no quería ser vista y que podía permitirse el secreto.
—¿Un AgustaWestland? ¿En medio de la nada? Eres excéntrico, Vance —comentó Kira, mientras se lanzaba detrás de un grupo de rocas.
—Llámalo inversión en supervivencia. Ahora, escúchame. Están a menos de dos minutos. El helicóptero no puede aterrizar. Tienes que llegar al borde del acantilado, justo donde está la cascada congelada. Verás un cable de descenso.
—¿Quieres que escale el acantilado con el Cónclave sobre mi cabeza? —Kira no podía creer la audacia.
—No. Quiero que confíes en la física. El helicóptero es un señuelo. La verdadera ruta está bajo tus pies.
Kira llegó al punto indicado, una pared de roca escarpada con una caída vertical de cien metros hasta el fiordo. Vio el cable. No descendía desde arriba, sino que estaba asegurado a una antigua grúa de madera de un muelle abandonado
—Necesitas un medio de escape rápido, Kira. Usa el cable.
Kira vio el plan: la grúa y el cable estaban estratégicamente ubicados para ser usados como un tirante improvisado. Si saltaba y soltaba el cable en el momento preciso, la fuerza centrífuga la lanzaría horizontalmente sobre el agua, lejos de la cabaña y del epicentro del asalto.
—¡Eres un demente! —gritó Kira.
—Pero estoy vivo. Los helicópteros de El Cónclave están sobre ti. ¡Ahora, Rourke!
Kira no dudó. Amarró el cuchillo al cinturón, guardó la laptop en su chaqueta y se colgó del cable. El hielo se le clavó en las manos. Las sombras de los helicópteros ya cubrían el valle. El batir de las aspas era ensordecedor.
—¡Lanzamiento en tres segundos! —gritó Vance.
Kira se lanzó al vacío. La grúa crujió bajo el peso. Ella se balanceó en un arco vertiginoso sobre el agua oscura. Los helicópteros de asalto ya estaban disparando, sus balas trazadoras golpeaban la nieve.
—¡Ahora, Kira! —ordenó Vance.
Kira soltó. El tirón la lanzó con fuerza sobre el aire helado. Ella voló en un arco bajo, sintiendo el viento en su rostro. Aterrizó con un golpe sordo en un techo metálico de un antiguo búnker militar camuflado, escondido justo debajo de la línea de la cresta.
—¡Increíble! —exclamó Kira, jadeando
—Lo llamo ingeniería creativa. La puerta está abierta. Entra. Y no toques nada
Kira entró en la oscuridad del búnker. Segundos después, el AgustaWestland de Vance descendió con precisión de cirujano, aterrizando justo encima de la puerta. Una escotilla se abrió y una mano se extendió hacia ella.
—Bienvenida a mi oficina temporal, Capitana Rourke. Soy Elias Vance. Y ahora, estamos en esto juntos.
Elias Vance era un hombre alto, vestido de forma impecable a pesar de la emergencia. Sus ojos eran penetrantes y sus modales, pulcros, un contraste total con la vida espartana de Kira.
—Tienes diez segundos para decirme por qué demonios el Cónclave te está buscando a ti también. Y después, nos vamos —dijo Kira, apuntándole con el cuchillo, ignorando la mano extendida.
Vance sonrió, un destello arrogante. —Yo les vendí el mapa hace dos años. Lo que no sabían es que solo tú, la criptógrafa, tenías la clave maestra. Ahora, somos socios por necesidad.