El barco de pesca atracó en un pequeño muelle abandonado en las afueras de Alejandría, Egipto. El calor seco y la humedad del Mediterráneo eran un contraste agotador con el frío nórdico. La ciudad, con su bullicio y sus luces, se alzaba como una trampa a lo lejos.
—La buena noticia es que el Cónclave está buscando a tres kilómetros de aquí, en la zona de los arrecifes —susurró Vance, asegurando el barco—. La mala noticia es que la Librería está a menos de doscientos metros de la costa. Si entramos por el puerto principal, nos cazarán.
—Necesitamos equipo. Tanques de aire, trajes secos, linternas de alta potencia. Y un barco de buceo lo suficientemente rápido para llegar a las coordenadas —dijo Kira.
—Hay un solo lugar. Un viejo contacto mío: Amir. Es dueño de un centro de buceo clandestino que atiende a coleccionistas ricos y contrabandistas. Está en el centro del puerto, lo que lo convierte en el lugar menos vigilado por la seguridad obvia del Cónclave.
El plan era sencillo y arriesgado: infiltrarse en el corazón del puerto de Alejandría, conseguir el equipo y un barco, y desaparecer en el agua antes de que El Cónclave se diera cuenta de que su cálculo era erróneo.
Se separaron en el laberinto de callejones tras el muelle. Kira, la criptógrafa con experiencia militar, se transformó. Usó un pañuelo para cubrirse el cabello y se puso un par de gafas de sol oscuras que le daban un aire de turista indiferente. Vance, el noble atlante, se mezcló con la multitud con una naturalidad exasperante.
Llegaron al centro de buceo de Amir, un local discreto escondido detrás de una tienda de especias. El interior olía a sal, caucho y combustible diésel.
Amir era un hombre fornido con una barba canosa y ojos inteligentes y desconfiados.
—Elias Aelarion. Creí que habías sido devorado por los fiordos —dijo Amir, sin mostrar sorpresa, pero con un acento egipcio marcado.
—El frío no me sienta bien, Amir. Necesito tu mejor equipo: trajes de buceo, oxígeno de inmersión profunda y un barco con motor silencioso. Dinero no es problema.
—El dinero es siempre el problema, Elias. Pero la gente que paga por secretos arqueológicos ya ha visitado mi tienda. Y ellos no usan nombres.
Amir señaló a una esquina oscura de la tienda. Allí, dos hombres corpulentos estaban probándose tanques de aire. Eran agentes de seguridad del Cónclave, claramente esperando a alguien o preparándose para una inmersión.
—Parece que la Hermandad ha diversificado sus proveedores —susurró Kira a Vance.
—Necesitan el equipo para su inmersión fallida —respondió Vance.
Kira vio la oportunidad. Vance era la distracción, ella era la acción.
—Yo iré a la parte trasera, a los tanques. Tú mantén a Amir ocupado, y no dejes que esos hombres te vean el anillo.
Kira se deslizó discretamente hacia el almacén de equipos. El almacén era un laberinto de cuerdas, aletas y tanques de aire. Mientras seleccionaba el equipo, notó que uno de los agentes del Cónclave se había acercado a la puerta del almacén, charlando por un comunicador.
—Sí, la zona de los arrecifes. El satélite confirma el error de cálculo. Necesitamos el equipo y un submarino para llegar al punto que la Jefa nos indicó.
Kira se congeló. El Cónclave se había dado cuenta de su error, y ahora la carrera era aún más crítica. Pero el agente continuó hablando, revelando una información crucial
—La Jefa dijo: "Si fallan en la posición del Faro, busquen la marca de Hélices Negras".
El corazón de Kira latió con fuerza. Hélices Negras. El AgustaWestland de Vance.
El Cónclave no solo estaba en Alejandría; había un traidor activo entre sus supuestos aliados. Kira recordó el helicóptero de Vance, que había desaparecido sin dejar rastro después de la fuga en Noruega.
Ella había pensado que el anillo de Vance era el único secreto. Pero la traición se extendía más allá de su linaje.
Kira cargó el equipo. Justo cuando salía del almacén, el agente del Cónclave se giró, sus ojos se posaron directamente sobre Kira.
—¡Tú! ¿Quién eres? —exigió el agente.
La infiltración había fallado.