Said miraba con nostalgia hacia el firmamento; si descendía su mirada, iba a encontrarse con el denso humo que, en la lejanía, le recordaba la firmeza de los barrotes que contraían sus ansias de volar lejos, muy lejos, donde el miedo no pudiera alcanzarlo.
Muchas veces caminaba solo, cuando la oscuridad todavía no era firme, pero comenzaba a temblar el día, y se adentraba un poco en el camino de la montaña que quedaba justo frente a su casa. Desde ahí podía verlo todo: las puertas con dos alas de acero que anunciaban el inicio del rancho; el cuerpo árido y espinoso de la naturaleza en aquel lugar, donde lo bello era lo áspero de la supervivencia, y las montañas de picos indeterminados que se asomaban, una tras otra, como si recién ayer hubiesen atravesado el suelo.
Veía también la casa de Vladimir, su vecino: podía ver sus herramientas desparramadas, la basura que el viento hacia rebotar desde la casa de Vladimir hasta su casa, y a veces, a su mismo vecino dormido afuera, porque había caído inconsciente, una noche más, sin conseguir llegar hasta su casa.
Reservaba para el final su casa, blanca de tejado rojo, apenas más grande que la de Vladimir. Las ondas pintadas que Ofelia se había esmerado en pintar a forma de marco le daban textura de hogar. Ofelia limpiaba metódicamente, como hacía cada hora de cada día, el exterior de la casa, decidida a no dejarse derrotar, aunque el polvo de la montaña le daba una paliza constantemente; sus hijos jugaban en los límites del patio, a esa hora siempre vigilados por Said y por Ofelia, mientras Mónica, su hija mayor, contemplaba el atardecer, acostada sobre una banca. Este era su mundo. El único paraíso al cual se le permitía llegar.
El humo incesante se elevaba lejos, como danza de velos grises, hipnótica, dando giros suaves y encontrándose una vena de humo con la otra. Said sabía lo que existía al otro lado, la realidad tan erosionada que se había vuelto imposible de asimilar. Aunque sus días fueran iguales, por lo menos no eran los días como aquellos que, por la injusta naturaleza de la suerte, debían vivir detrás del humo y su constante purga de todo aquello que fuera noble e ingenuo. Del otro lado yacía el dolor, el fracaso y la incertidumbre; de este lado, la certeza y la paz.
Mónica, su hija mayor, comenzaba a crear sus propias rutinas. Rutina era lo único que se podía construir en aquel lugar. A estas horas, ella también se acercaba a las faldas del cerro, y veía hacia el infinito mar cobrizo frente a sus ojos, y las líneas grises que se alzaban a lo lejos como olas tétricas. Pero ella conseguía ver otras formas, invisibles a su padre, bajo la pesada capa de la oscuridad: para ella, del otro lado, en lugar del velo grisáceo solo existía una delgada voluta de humo, y un poco más lejos, aparecía una visitante lejana: la posibilidad.
Se imaginaba corriendo descalza, con las piernas largas y delgadas llenas de polvo, hasta llegar al portón con dos alas forjadas. Lo abría de un golpe, y luego, exhausta, caminaba un par de pasos hasta llegar al camino. Por fin, la libertad. El descubrimiento. La expectativa. Cualquier cosa que pareciera un día distinto, y no aquella hilera de instantes idénticos en el mismo rancho.
Said miró su tierra una vez más. Aquella no era la vida que deseaba, pero sus formas se habían amoldado a él, o más bien, él se había amoldado a sus bordes, y si permanecía inmóvil, casi lograba acallar el deseo primario por conocer lo que existía fuera de las rejas. Lo único que tenía que hacer era mantenerse quieto. Y sobrevivir.
Un temblor lo sacudió, extendiéndose desde sus vísceras hasta sus extremidades. Aunque alrededor de él nada había cambiado, conocía a la perfección lo que seguía a aquella sensación extraña; solo deseó no ser tan bueno prediciendo la desgracia.
Oteó el aire, y sintió el viento seco y los aromas salados del desierto. Una veta de aire fétido se coló entre el aroma de pastizales y excremento de animales. Un olor casi indescriptible, a no ser que parecía todo menos natural.
Su vecino Vladimir recuperó de golpe la consciencia. Aun estando en las peores condiciones, él también era capaz de percibir en el aire ese olor terrible, y actuar en consecuencia. Su mente se aclaró de pronto, y se volcó a guardar rápidamente la basura y meterse a su casa, bajo el cerrojo más grueso que tenía.
Said no gastó un solo segundo en contemplaciones; ya no había tiempo de reflexionar sobre la curvatura de los rayos del sol a esas horas. Ofelia tomó a sus hijos, y junto con Mónica entraron rápido a la casa.
-Niños, recuerden esperar en silencio en su habitación- dijo Ofelia, con voz agitada-. Bajo ningún motivo salgan ¿lo entienden? Bajo ningún motivo.
Said ya había removido la alfombra, descolgado el gancho y abierto la pequeña puerta que daba a un hueco en el suelo en donde solo cabía una única persona. Siempre la misma persona.
-Mónica, entra.
-Papá- susurró Mónica, molesta- ¿por qué siempre tenemos que hacer esto? ¿por qué siempre tengo que ser yo?
Said pensó que le quedaban unos cuantos minutos para su llegada, y sería suficientes para explicarles los motivos por lo que era a ella, y no a sus hermanos, a quien siempre escondía en aquel sótano. Pero pensó, como había pensado por años, que al día siguiente tendría una oportunidad de explicarle el por qué de ese extraño ritual. A señas le pidió que bajara al escondite, cerró la puerta, puso el gancho y colocó la alfombra arriba.
El silencio fue invadido por golpes distantes. Said alcanzaba a escuchar que algunos caballos relinchaban y pateaban el suelo, de golpe inquietos por alguna fuerza oscura. Las aves comenzaron a volar en dirección opuesta, sus cuerpos juntos formando un tapiza temporal que oscureció el cielo.
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Editado: 12.07.2023