— Le ofrezco un diez por ciento— desesperada.
— Vamos... Dije que no— directa.
— ¡Espere...!
Me detengo en la entrada y salida. Me hago a un lado dejando entrar a dos clientes: un padre y su hija.
— ¿Qué le parece un veinte por ciento? Por los botines es más que lo justo.
Los botines. Una prenda limitada sacada de la última línea invernal de MadameMode; gamuza violácea con tejido artesanal de mariposas ascendentes. Esos que no pude conseguir por haberme detenido antes a comprar un precioso vestido blanco con escarcha simulando nieve. Y que ahora están frente a mí, esperando porque ponga mis manos en esos bebés. Pero estoy intentando cerrar un trato justo por ellos, pero la mujer es más que ruda.
Sus ojos azul menta me miran directo y sin titubeos... Mi tarjeta va a doler, pero será un dolor necesario. El temblor en sus negruzcas cejas, me dice que está cediendo, y que tanto como yo, ella también quiere hacer un trato. Tal vez sólo necesite pujar un poco más.
— No.
Pasos decididos a la salida.
— No, no, no... Aguarde. Le doy un... un... ¡Sesenta por ciento de descuento!
— Más el precio neto de los botines, ¿verdad?— su sonrisa se enrosca tanto en las esquinas que casi parecen dos espirales.
Mi pobre tarjeta.
Espero que después de esto, sigas con vida.
— Unjú...— respondo guturalmente, el dolor incapacitándome al completo.
— Perfecto. Pasemos a la mesa.
Toma al que pienso es su esposo de la mano, y me sigue mientras los llevo a la mesa para dos que reservaron.
— ¿Ya tienen su platillo en mente, o prefieren que les lea las opciones del día?
— Por favor.
Al menos es más amable como clienta que como vendedora. O quizá sea por la buena suma que se llevará al salir de aquí apenas pagando un cuarenta por ciento de la cuenta. Luego de leerles y que ellos tomen su decisión, me encamino a la cocina.
— Ya me rendí.
La Sra. Chilwell se me queda viendo con cara de circunstancia; pero el brillo cariñoso de sus ojos me dice que no está tan molesta como aparenta.
— De qué sirve que te diga que no puedes tratar a los clientes como vendedores ambulantes ni mucho menos ponerte a decirles tus filosofías de vida, si no haces caso.
Mmm. Hago un mohín.
— ¿Qué puedo hacer? Es más fuerte que yo.
— Ir a Compradores Anónimos— sentencia.
— No. Tengo mis tarjetas bien administradas, y cada vez repongo lo que gasto sin mucha demora. Y sé cuándo detenerme.
— Permíteme que dude eso último.
Le tiendo la orden al chef, y me giro a verla.
— ¿Ah?
Hace un gesto elocuente hacia mi recién atentida mesa.
— Está bien. Lo acepto. No sé cuando detenerme.
— Y también puedo decir algo sobre pagar tus tarjetas.
Pongo mis brazos en jarras.
— Ah sí, ¿qué?
— No creas que no sé que hay veces en las que la empresa paga tus tarjetas.
— Oh, sí. Pero le repongo ese dinero a mamá porque ella dice que si no, no tendría sentido de la responsabilidad y me volvería una despilfarradora.
— Pero sin tasa de intereses y al tiempo que quieras.
— Bueno, pero de todas formas ese dinero también me lo gano. Sólo que mamá no acepta que haga total uso de él.
Su mirada habla por sí sola. Cualquiera pensaría que soy terrible. Es cierto que de adolescente me metí en ese craso lío: me excedí en comprar todos los productos de Robbie Hart que estuvieran a la venta, y los que no. Pero es que estaba pasando por un gran duelo; aún no podía superar que se hubiese retirado de los escenarios. En ese entonces, los muffins y las compras eran el alcohol para mis penas (lo siguen siendo) y sólo intentaba sentirme bien.
Sí, la suma total resultó ser una millonada. Bueno, no pero sí. Y mamá puso el grito en el cielo y Meg me miró como si me hubiese salido un cuerno gigantesco. Mi castigo fue recibir un tercio de mi mesada por un año y ayudar a la señora de la limpieza en la casa. Mamá dijo que eso me daría una gran lección. Aprendí dos grandes cosas: A no discutirle a la Sra. Vinks cuando algo estaba limpio, y a no sobrepasar mi límite bancario, porque sino tendría que compartir otro verano sacando insectos del sótano con la mano.
La Sra. Vinks y sus métodos. Huy... me da grima de sólo recordar.
— Por cierto...— la Sra. Chilwell se ve interrumpida por el chef que pone la orden sobre el mesón— Ve, luego te digo.
Asiento. Tomo los platos en la bandeja y voy camino a la mesa.
Al retirarme, noto la mirada de Maksman en mí. No había notado su presencia ni mucho menos cuando fue que regresó luego del incidente. Pero ahora que lo sé, es mejor enfrentar la situación.
Deja su vista clavada en mi dirección de forma descuidada, como si estuviese muy enfrascado en sus pensamientos y no mirándome como lo descubrí. Subo el mentón y sonrío suficiente dejándole en claro que no engaña a nadie. Cada vez parece más un animal acorralado, y para cuando finalmente llego sólo me mira de reojo cual cachorro sabiéndose culpable.
— Hola— sacudo mi mano llamando su atención. Es obvio que no le soy desapercibida, pero no me da la cara y no sólo por la máscara. Me siento frente a él—. Sí, hablo contigo porque hasta donde sé las paredes no hablan.
Está totalmente impávido.
— Oye, entiendo que estés molesto. Y por eso, vengo a pedir disculpas. Bueno, y también a darte las gracias por no echarme al agua.
Nada. No hay reacción por su parte.
— ¿Por lo menos podrías parpadear para saber que estás aquí y no en un universo alterno?