El Príncipe.
Uno de los barrios más peligrosos del norte de Europa. Así se califica a la barriada del Príncipe, situada en la ciudad autónoma de Ceuta. Un barrio de fachadas coloridas y miles de trágicas historias. Desde lejos este distrito es igual que una acuarela pintoresca. Cada tres o cuatro casas los colores comienzan a mezclarse entre ellos, creando así uno de los barrios periféricos más originales. Al atardecer un velo oscuro separa el ruido del inmenso silencio. La noche cae en el Príncipe y el miedo ruge con inmensa fuerza.
Es entonces cuando la gente sube desde el centro de Ceuta en autobuses escoltados por varios coches de policía. Dejan atrás la mezquita Sidi Embarek y el terror se palpa claramente en sus ojos. Un bosque sin árboles los recibe bajo la tenue luz de la luna. Varios niños esperan a los autobuses, tienen piedras en las manos y quieren brindar una agradable bienvenida a quien sea. Los conductores de los autobuses se niegan a subir sin custodia policial.
Tienen miedo, están temblando.
Esos son los únicos sentimientos que transmite el Príncipe.
Pánico, terror y odio.
Los nudillos de mis manos están relativamente blancos y pálidos, encima de ellos hay una leve capa ensangrentada por cada golpe que he brindado a cualquier persona u objeto. En el barrio hay decenas de paredes manchadas con mi sangre.
Pedaleo con tanta fuerza y rapidez que he conseguido despistar al coche que me estaba siguiendo. Era un cuatro por cuatro, negro y elegante, mucho más eficaz que una vieja bicicleta de segunda mano, sin embargo no ha sido capaz de alcanzarme. Me adentro a un callejón lleno de mensajes incisivos, me bajo de la bicicleta y dejo caer mi magullado cuerpo en la pared. Levanto levemente la cabeza hacia el cielo repleto de estrellas y me quito la gorra que tapa con timidez mi rostro, teñido de rojo por el insufrible esfuerzo.
—¿Qué tal, hermano? —Pregunta Morad pocos tonos después de contestar a mi llamada.
—Esta hecho —Respondo.
—Genial. Este mes podremos respirar tranquilos, es un alivio —Escucho su risa tras la línea—. ¿Algo ha salido mal?
—No. Todo ha ido bien.
—¿Dónde estás?
—En un viejo callejón.
—Ten cuidado. Mañana nos vemos.
Le doy al botón rojo de mi viejo teléfono y miro el aparato que sostengo entre las manos, lo robé de una tienda de móviles hace un par de años. Lo guardo en la riñonera que siempre llevo conmigo y vuelvo a colocarme la gorra. Antes de montarme de nuevo en la bicicleta y partir a casa con el botín en el bolsillo de la sudadera, observo una de las paredes del callejón. Mis dedos rozan los diferentes dibujos y letras que chavales del barrio han pintado. Las gotas de pintura todavía resbalan así que habrán extendido su arte no hará demasiadas horas.
Abro un contenedor gris, rebusco por encima de la basura un bote de pintura y lo encuentro entre algunas cajas de cartón. El color es verde, no es de mis preferidos pero me conformo.
Somos de calle.
La letra con la que he escrito es informal y bastante chapucera.
Tiro el bote de pintura al contenedor y vuelvo a montarme en la bicicleta. Subo con rapidez la cuesta que tantas veces he corrido mientras la policía seguía mis pasos y en menos de diez minutos estoy aparcando la chatarra de trasporte y entrando en casa. Las luces están apagadas y un silencio absoluto reina en cada rincón del hogar.
—¿Ibrahim? ¿Eres tú, hijo? —Pregunta la voz calmada de mi madre.
—Soy yo, mamá.
—Son más de las doce. Sabes que no me gusta que andes tan tarde por la calle, es muy peligroso.
—Lo siento.
Su cabello oscuro está suelto, como si hubiera sabido de antemano que era yo quien entraba por la puerta. Mamá enciende una pequeña luz amarillenta, observo las arrugas que comienzan a formarse en torno a sus ojos y me entristece saber que el paso de los años esta causando efecto en ella. Cada vez se encuentra más cansada y sonríe menos de lo que me gustaría.
Latifa, mi madre, se deja caer en una silla de madera y sus adormilados ojos me indican que imite su gesto. Cuando me siento enfrente suyo, sonríe levemente.
—Tengo buenas noticias —Digo—. He cobrado por adelantado las peleas de este mes. No hará falta que sigas trabajando horas extras, tenemos suficiente dinero.
Coloco dos fajos de dinero encima de la mesa y guardo en el bolsillo de la sudadera la parte de Morad y los billetes que necesitare para el regalo de Hiba.
No puedo decirle que aún quedan varias semanas para que pueda cobrar todos los combates que he ido ganando a lo largo de este mes. Así que me limito a mentir, así funcionan las cosas.
Mi madre es una buena mujer.
Por esa razón jamás la involucraré en ninguno de mis constantes delitos. Nunca le diré que el dinero que hay sobre la mesa es robado, no puedo consentir que me vea como a un delincuente.
Es triste, pero es la verdad.
Soy un delincuente.
—¿Cielo, te gusta boxear? —Pregunta.
Frunzo el ceño y me acomodo en la silla, pienso en sus palabras.
—Me gusta lo que hago —Respondo.
Pequeños pliegues se forman alrededor de sus finos labios cuando sonríe.
—Desde pequeño apuntabas maneras. Eras tan revoltoso como tu hermano mayor, mucho más que él. Un día, después de que te pelearas con un niño del barrio, el imán de la mezquita nos dijo a tu tío y a mí que circulaban rumores sobre un grupo de adolescentes que organizaban peleas en la calle para aprender a defenderse.
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Editado: 29.09.2021