Cuánto odio existe en el mundo.
La monótona voz de una mujer inunda el cafetín. La chica habla con pena, sus palabras van acompañadas por tristeza y dolor. No la veo, estoy dando la espalda al viejo televisor del local. Sin embargo, no me hace falta observar los ojos de la mujer para saber que este tipo de noticias no es las que le gusta dar.
—Noticia de última hora. Se ha producido un atentado terrorista en la capital francesa. Un hombre encapuchado hizo estallar varias bombas al grito de Alá es grande, a las doce en punto de esta misma mañana. Como de costumbre, las abarrotadas calles de París han sido víctimas de tal suceso. De momento podemos informar que han habido cinco muertos y más de veinte heridos, seis de ellos en estado crítico. Se baraja la opción de que este ataque sea el primero de una masacre yihadista en nuestro país vecino. En unos minutos el presidente de Francia, Emmanuel Macron, dará una rueda de prensa para explicar detalladamente lo sucedido. Tras las declaraciones, las grandes potencias mundiales se reunirán para averiguar donde se encuentra el foco del terrorismo islámico y por supuesto, acabar con la rama más violenta del islam.
Tarek apaga la televisión y deja el mando encima de la gruesa pantalla grisácea. No pierde el tiempo en colocarse tras la barra y seguir secando algunos vasos de cristal.
—Esa gente conseguirá arrastrarnos a una tercera guerra mundial —Murmura un cliente del cafetín.
—Son unos neuróticos —Dice Tarek.
—Esas muertes son hechas en nombre de Alá, nuestro Dios, el mismo a quien utilizan para asesinar inocentes. Los extremistas islámicos manchan el nombre de los buenos musulmanes.
Mientras Tarek y el cliente se lamentan por lo sucedido, revuelvo la leche de mi café y sorbo un largo trago. Supongo que la religión es la excusa perfecta para quienes tienen el afán de asesinar.
Morad carraspea enfrente de mí y sonríe cuando la camarera se coloca a su lado y le deja un plato en la mesa. Mi amigo le sonríe directamente a la chica y ella se va contoneando sus caderas.
Se le han enrojecido las mejillas.
—Te gusta la nueva camarera —Le digo tras apartar la taza de mis labios.
—No es verdad.
—Te conozco, no intentes mentirme.
—No estoy mintiendo, Ibrahim. Esa chica no me gusta, es más, a mi no me gusta ninguna chica. Soy un alma libre, no me comprometo con nadie.
Morad está a la defensiva de una forma bastante cómica. Tan orgulloso como siempre. A veces parece que todo lo malo que hemos pasado en la vida, juntos o separados, no ha hecho que madure ni un poco. Su lado infantil y despreocupado no hace más que consumir cada una de sus penas.
—Algún día tendrás que enamorarte.
—¿Quién lo dice? —Se ríe y muerde un gran trozo del bocadillo.
—Yo mismo.
Me enseña su dedo corazón y seguimos escuchando a la mujer, quien ha cambiado de tema y ahora está hablando sobre la gran expectación que hay entorno a una prestigiosa colección de cuadros en el Museo Nacional del Prado.
—Voy a pagar, te espero fuera —Morad está inmerso en comer—. Aquí tienes.
—Gracias hijo.
Me apoyo en la barra y Tarek recoge las monedas. El cliente de antes sigue resoplando a causa de la noticia de última hora. No parece demasiado contento. Ni él, ni ningún musulmán.
—Tengo una hija que vive en París —Susurra el cliente.
Silencio sepulcral.
—Deberías llamarla. No estoy diciendo que le haya pasado algo, pero es mejor asegurarse —Comenta Tarek.
—Lo haría, pero hace muchos años que no me coge el teléfono.
—¿Problemas familiares? —Pregunto.
En el barrio todos nos conocemos entre todos. Nos apoyamos, nos respetamos. Confiamos en nosotros mismos.
—Le dieron una beca para estudiar filología francesa en París, se mudó inmediatamente y desde entonces no quiere saber nada de mí.
—Algo hiciste mal —Comenta Tarek tras la barra—. Una hija no te deja de hablar así sin más.
—Viejo amigo, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Sabes que siempre he estado metido en problemas.
Al cliente le faltan algunas muelas y cada carcajada suya va acompañada por una tremenda tristeza. Le miro de reojo, él hace lo mismo.
—Te conozco, eres el chico que traerá esperanza al barrio.
—¿Esperanza? —Repito una de sus palabras.
—Eres bueno en el boxeo, tienes muchas papeletas para dar visibilidad a la miseria en la que vivimos. Por las calles se comenta que llegarás lejos.
—Solo compito en peleas callejeras. No soy ningún Robin Hood del siglo veintiuno.
—Lo eres, aunque aún no te hayas dado cuenta.
El cliente alcanza el periódico y se concentra en extenderlo por la barra. Miro a Tarek, quien me hace un gesto despreocupado con la mano y me repite por milésima vez que le dé recuerdos a mi madre y a mi abuela de su parte.
Este cafetín es el de toda la vida. Las paredes son las mismas, el café es el mismo, las sillas y las mesas no han cambiado. Cuando era un crío que se escapaba de casa y deambulaba por las calles del Príncipe, Tarek me abría las puertas de su local y me dejaba sentarme mientras él recogía. Solía ayudarle y me daba algunas monedas que me servían para dárselas a mi madre a final de mes. Ella me abrazaba con tanta fuerza que no entendía por qué lo hacía. Para mí tan solo eran unas insignificantes monedas que apenas aportaban a la economía.
Ahora, después de tantos años, entiendo la razón de sus abrazos.
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Editado: 29.09.2021