Esperanza para el príncipe Ibrahim [bandido]

03 | Abuela

Golpeo con fuerza un saco forrado por tela grisácea. Las vendas de mis nudillos, desgastadas, están totalmente destrozadas. Estoy cansado, me siento exhausto, tal vez por culpa de los cigarrillos. Niego con la cabeza y vuelvo a ponerme en guardia, el tabaco no tiene nada que ver con mi últimamente habitual agotamiento. No he dormido bien, eso es todo.


 

Aunque quiera pensar en un leve insomnio, no es cierto.


 

Soy un tipo reservado, prefiero callarme y vivir en completo silencio.


 

No quiero caridad por parte de nadie.


 

No soy ningún trofeo de compasión.


 

Dejo descansar mi cuerpo contra el saco de boxeo y sello mis párpados. No quiero ver nada, no quiero escuchar nada, no quiero sentir nada.


 

Solo quiero saber que me ocurre.


 

¿Por qué no soy capaz de averiguar el motivo de cada una de mis lágrimas?


 

—¡Vamos, chaval! ¡Despierta! ¿Qué te ocurre? ¿Crees que este es el mejor lugar para dormir?


 

Algo blando pero consistente impacta contra mi abdomen y la finísima tela de mi vieja camiseta apenas amortigua el golpe.


 

—¿Por qué me has pegado? —Digo en un tono de voz bastante elevado.


 

—Estabas dormido encima del saco —Espeta con mal humor.


 

—No estaba dormido. Solo he cerrado por un momento los ojos.


 

—Esto es un gimnasio, un lugar para estar al cien por cien. No quiero vagos en mi territorio y mucho menos voy a permitir que mi mejor luchador vague.


 

—Se perfectamente donde estoy —Murmuro mientras comienzo a quitarme las vendas.


 

Tiro los desechos al suelo y golpeo, con plena desnudez en mis manos, la pared. Un molesto chirrido se crea entre mis dientes y dejo caer mi cuerpo en el alargado banco de madera.


 

Abdel se queda mirándome, desafiante, enfrente de mi.


 

—Yo no vagueo —Siseo.


 

A este niñato, como muchos me denominan, no le para nada ni nadie.


 

Escucho un bufido de su parte y cada músculo de su fornida silueta grita que si no fuera su sobrino, me daría una paliza hasta dejarme inconsciente.


 

—¿Qué pasa contigo? —Cuestiona nada más sentarse a mi lado.


 

Vacilo unos instantes antes de contestarle. Ni siquiera se que puedo decir, parece ser que las palabras se ahogan siempre que quiero hablar con alguien sobre lo que siento.


 

—No estoy bien —Confieso.


 

—¿Por qué?


 

—No lo sé.


 

—¿Ha ocurrido algo?


 

—Te he dicho que no lo sé —Murmuro furioso.


 

—Vale, tranquilo. Cálmate —Coloca una de sus grandes manos encima de mi hombro.


 

Nos quedamos en silencio. Ninguno de los dos somos buenos habladores, nos entendemos mejor con los puños. En cambio, en este tipo de situaciones, me gustaría saber las palabras que usaría Morad, él es quien podría ayudarme a salir de este bucle.


 

—Esta mañana la abuela estaba tumbada en el sofá. Su respiración era tan pausada que tuve que tocarla para asegurarme que respiraba —Mis ojos pican a causa de las lágrimas y el sudor—. Por un momento pensé que estaba muerta. Y me he asustado.


 

—Nunca digas eso en voz alta.


 

—Es la verdad, tarde o temprano nuestro peor miedo se hará realidad. La enfermedad está muy avanzada —Me atrevo a mirar los furiosos ojos de mi tío—. No sé qué me ocurre. Me estoy volviendo loco. Tengo miedo de que se vaya, pero también sé que a cada minuto sufre cada vez más. A veces no recuerda ni siquiera cuál era el nombre de su marido. Ese hombre al que la abuela tantísimo ha querido.


 

No quiero ver morir a mi abuela.


 

Intento disimular las lágrimas en mis ojos a base de mirar el techo y tensar con fuerza la mandíbula.


 

Abdel está demasiado callado.


 

—Intuyo que la abuela no es por lo único que te duermes en el gimnasio —Dice con pasividad en sus palabras—. Te he visto crecer, Ibrahim. Todo lo que sabes a sido porque yo te lo he enseñado.


 

—Ese es el problema. Tengo miedo a algo que no sé lo que es. La incertidumbre me está desgastando tanto que apenas me reconozco.


 

El cielo tormentoso por el que camino me impide continuar.


 

Abdel se levanta del banco y pega un grito, en cuestión de segundos todos quienes estaban se han ido a los vestuarios. En mitad del gimnasio tan solo quedamos él y yo.


 

—Levanta —Me ordena.


 

Empieza a ordenar con rapidez los guantes y demás objetos. Mi atenta mirada persigue cada uno de sus ágiles movimientos, parece un hombre completamente distinto. Normalmente Abdel siempre está furioso, de mal humor y pensativo. Esta vez parece que por su cabeza ha surcado una buena idea de la que formo parte.


 

Su cuerpo se gira en mi dirección y levanta una de sus cejas oscuras.


 

Da igual que se encuentre lejos o cerca, Abdel intimida a cualquier distancia.


 

—¡Levántate del banco! —Me levanto por culpa de sus ensordecedores gritos—. Sube a los vestuarios, dúchate y vístete. Rápido.


 

—¿En qué estás pensando? —Me atrevo a preguntar.


 

Pestañea varias veces y una sonrisa se dibuja en sus labios, arrugo el ceño ante este silencio tan abrumador.


 

—Vamos a descubrir qué es lo que no te deja ser tú.


 

Tras escucharle, subo con rapidez las escaleras y choco con los chavales que Abdel ha echado. De todos modos este es su gimnasio, él es el dueño. Y los jóvenes del barrio saben que si quieren encontrar un buen camino por donde avanzar, este gimnasio es su vía de conducto.


 




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