Mi madre me había contado que el día en que nací las estrellas brillaban con más fuerza en el cielo, ella lo había visto mientras se asomaba por la ventanilla del auto para tomar aire mientras una nueva contracción le llegaba.
Papá conducía aprisa por la carretera hasta el hospital no tenían planeado que quisiera llegar al mundo el último día del año en el que generalmente todos se encontran con sus familias o amigos esperando el comienzo de un año más.
Pero mi intensión era la de llegar ese mismo día, justo cuando la última campanada anunciaba el final de un año y el principio del otro.
Todo había sido silencio hasta ese momento en aquella clínica a la que mis padres alcanzaron a llegar antes de que viera la luz de la vida.
Mi madre decía que mi llanto fue lo único que se escucho justo en el momento del último segundo de aquel año. Las estrellas brillaban más aquella noche despejada.
Repetía una y otra vez la misma historia cada cumpleaños, por ser el treinta y uno de diciembre era difícil que tuviera una fiesta normal como cualquier niño, ninguno podía quedarse hasta tarde debido a que todos tenían compromisos con sus familias así que mis fiestas de cumpleaños solían ser cortas.
—Feliz cumpleaños cariño —mi abuelo siempre esperaba a que todos terminaran de darse los abrazos de año nuevo para poder acercarse a mí, tomarme de la mano y llevarme hasta su lugar favorito en el jardín, entonces me daba un regalo sorpresa.
—No debiste hacerlo abuelo —dije mirando la pequeña cajita color rosa entre mis dedos.
—Lo mereces más que cualquiera mi pequeña nutria.
—Abuelo habíamos quedado que dejarías de llamarme así ya tengo dieciséis.
—¡Oh! claro había olvidado que ya eres mayor —sonrió burlonamente— pero para mí siempre serás pequeñita.
Le di un fuerte abrazo, no lograba enfadarme ni un poco con aquel hombre que siempre había sido bueno conmigo, cariñoso y adorable en general.
Tome la cajita y la abrí con cuidado, el moño se deslizó hasta el suelo, mi abuelo lo alcanzo de nuevo mientras seguía abriendo el regalo.
Una hermosa cadena dorada cayó por mis dedos, era muy fina y delgada, de ella colgaba un diminuto corazón.
—Gracias —volví a llevarlo a mis brazos.
—No es nada cariño te lo he dicho te mereces el mundo entero.
Esa fue la última vez que lo vi, dos días después sufrió un infarto que lo dejo en coma, una semana pasó antes de que muriera.
Mi corazón estaba destrozado, si alguien me había hecho sentir amada ese había sido mi abuelo, me negaba al hecho de perderlo y aferrándome a su féretro lloré toda la tarde, no quería saber de nada, ni de nadie, yo quería irme con él aunque sabía que eso no era lo que él hubiera querido.
Salí corriendo de la funeraria, sentía que el aire me faltaba cada vez más, que el dolor me volvería loca. En mi desesperación no vi que un auto se acercaba, el sonido de los frenos me obligó a reaccionar me detuve antes, mis manos quedaron sobre el capo de aquel Ford rojo, unos ojos brillantes me miraban fijamente hasta que los note acercándose.
—Estas loca —me grito con fuerza— pude matarte idiota que no ves por donde caminas.
El chico gritaba pero por alguna razón no alcanzaba a comprender con claridad lo que me decía, solo veía como sus labios se movían, sus manos se agitaban.
—Cariño estás bien —un brazo me rodeo por los hombros— cariño vamos que sucede.
La voz de mi madre a mi lado logró que entendiera lo que pasaba, estaba viva, me lleve las manos a la cabeza y después al resto de mi cuerpo como si necesitara saber que todo estaba en su lugar.
—Estoy bien mamá —volví a mirar al chico del auto, ahora parecía más bien preocupado.
—Todo está bien —se dirigió a mi madre, quizás pensaba que era una trastornada enferma mental.
—Sí, ella está bien puedes irte.
Lo vimos alejarse, me quedé plantada ante la puerta de la funeraria.
—No quiero volver ahí ma, por favor no me obligues quisiera irme a casa.
Nadie me detuvo, todos sabían que mi relación con mi abuelo había sido más fuerte que la que llevaba con cualquier otro miembro de la familia, camine a casa la adrenalina de aquel percance con el auto me había dejado cansada.
Encendí el televisor y me recosté en el sofá intentaba concentrarme en la nueva serie de Avan Jogia pero nada lograba captar mi atención, solo podía pensar en una sola cosa, los ojos de aquel chico del Ford rojo.
Volví a la escuela una semana después de la muerte de mi abuelo, mis padres intentaron que lo superara más rápido tomándonos un descanso de un par de días lejos de la ciudad pero nada de eso sirvió, seguía sumida en una depresión de la que no intentaba salir.
Lizzi era mi mejor amiga, se encargó de ponerme al tanto de las novedades en el centro escolar, las tareas y proyectos, pero sobre todo se encargó de informarme sobre los últimos acontecimientos en la mesa de los populares.
—Y Ariana tiene nueva conquista —me decía mientras sacaba su almuerzo sobre la mesa de la cafetería. —Es un chico nuevo dicen que es guapo, a mí no me lo parece tiene cara de idiota.
—Si sale con Ariana debe de serlo— la imite y tome mi almuerzo.
—Míralo ahí viene.
Mire en la dirección de la mesa de los populares, no podía creer que el chico del Ford rojo fuera el chico nuevo de la escuela, ni mucho menos podía creer que Lizzi no lo encontrara apuesto, a mí me lo parecía.
—Tienes razón es un idiota —tome el sándwich— lo conozco —di un mordisco.
—Qué dices en serio, de dónde lo conoces, como se llama.
—Cálmate Liz tu misma lo dijiste no te gusta.