Hasta Siempre, Simone

1.

Mis piernas se niegan a dar un paso, están plantadas cual robre, mi mano aprieta con fuerza la correa de mi bolso, sudor brota de la palma de mi mano, al igual que de mi cuello y mi sien avisando a todo extraño a mi alrededor que el nerviosismo gobierna mi cuerpo.

Siento el pesar de las críticas en susurros y miradas, observarme por un par de segundos y traspasar las puertas automáticas que tanto me niego cruzar. No recuerdo cuando tiempo paso, aunque su rostro es tan nítido en la televisión de mi mente, al igual que su voz resonando cuando más sola me siento.

Pequeñas vibraciones recorren la parte de mi estómago, es mi teléfono avisando el arribo de un mensaje. Saco el aparato, es de ella, para ella todo es fácil, maneja todo con una sencillez y precisión que muchas me debatí sino no es un robot. 

¿A qué hora llegarás?

Empiezo a teclear y borrar, escribir y borrar, tampoco a ella la he visto en un largo tiempo; cuando decidí desaparecer realmente lo hice, si me extrañaron o no, no hicieron un mínimo esfuerzo por demostrarlo.

Al final decido no enviar ninguna respuesta, guardo mi celular en el bolsillo de mi sudadera y doy un paso dentro del gran edificio. El interior es todo blanco en su mayoría, ciertos muebles son de color azul oscuro. Doctores caminan a paso rápido de un lago a otro, un mundo diferente. Me dirijo hasta el mostrador, es una isla en el centro de todo el ajetreo, al lado derecho esta una pequeña sala de espera, personas llorando, personas rezando, personas con esperanza.

Una pequeña niña llama mi atención aprieta con fuerza un peluche afelpado con una mano y con la otra agarra la mano de su madre que llora implacablemente; la niña no parece saber que esta ocurriendo. Pobrecita.

―¿La puedo ayudar en algo? ―la gentil voz de la joven me saca del pequeño trance.

―No ―suelto― digo si… perdón, sí. ¿Me puede indicar donde esta la habitación de Sandra Finn?

La joven de cabello pelirrojo y atado en un perfecto chongo teclea con rapidez, alza la vista, sus ojos grises son potentes, duros, no muestran compasión, seguramente solo lo hace cuando es necesario. Teniendo en cuenta que estamos en un hospital y esta lleno de desgracias.

―Habitación 32-A, piso 8, sube por el ascensor del fondo a la izquierda ―asiento como agradecimiento.

Sigo las instrucciones que me fueron dadas, las suelas de mis tenis provocan un leve chillido por la fricción con el suelo pulcro. Deseo que el sonido opaque la música de los tambores que mi corazón orquesta, ruidosa y estruendosa.

Dos personas esperamos a que las puertas del elevador nos permitan adentrarnos en el cubo de metal. Todo el tiempo observo las puntas de mis viejas zapatillas. Intento que decir al entrar a la habitación.

Un hola, ¿estará bien? ¿no es demasiado frío? O tal vez, cuanto tiempo sin vernos, veo que sigues… ¿viva?

Una sonora carcajada a mi lado me distrae de mi pequeña lista de frases por decir, giro mi cabeza de lado, el dueño de la carcajada me observa divertido. Un chico alto, de cabello negro y largo, atado en una pequeña media cola, sus ojos simpáticos y un tanto rasgados desprenden toda la burla… ¿de mí?

―No creo que decir, veo que sigues viva, sea el mejor saludo para una persona hospitalizada ―suave como una nube, es lo primero que me viene a la mente al escucharlo hablar.

Siento mis mejillas calentarse por el rubor. ¿Lo dije en voz alta? ― ¡¿Lo dije en voz alta?!

El joven empieza a sentir repetidas veces aún con su enorme sonrisa que mostraba sus blancos y alineados dientes, lo que un dentista llamaría: “Una dentadura perfecta”.

―Aunque eso depende de la persona, sinceramente― inclina su cuerpo hacía mi para quedar a mi estatura― a mí me alegraría la estancia en este lugar.

Caigo en la cuenta de que el chico viste un pantalón y camisa holgada de pequeños círculos azules de todos los tonos, es un paciente. Abro los ojos con sorpresa se ve mejor, no luce como un enfermo, no luce ¿demacrado?

―Bueno gracias, trato de arreglarme cuando salgo a dar mis paseos ―se endereza, hace un gesto con la mano, echando su cabello hacía atrás como una diva.

Una risa emana de mis labios, los nervios bajan, al menos un poco.

El ascensor avisa su llegada con un timbre agudo, el chirrido de las puertas abriéndose interrumpe nuestra pequeña charla, el chico hace un gesto con la mano indicándome que pase primero, así lo hago y susurro gracias, si me escucho o no es un misterio, ni yo misma me alcance a oír.

Oprimo el botón con el número 8, miro al joven y esperar que me indique el piso al que se dirige en vez de eso vuelvo a obtener una sonrisa burlona.

―No leo mente y esta vez tampoco hablaste en voz alta ―arrugo mi entrecejo confundida― no sé que pasa por tu mente o que esperas que haga.

Mis labios se abren en una pequeña O, mis mejillas son tomates de nuevo, tengo la intención de hablar, pero él me gana:― es broma, al piso 7.

Asiento apenada guardo mis manos en los bolsillos de mi sudadera sin saber muy bien que hacer, mis nervios siguen presentes, mi mente en blanco y mi constante temblor en mi pierna derecha, la ansiedad de ver un cuerpo inerte, no me dirá un hola, tampoco me reprochará el tiempo que desaparecí, no podrá hacerlo.

El ascensor se detiene, las puertas se abren y mi acompañante sale sin decir palabra o tal vez lo dijo, pero mi mente atrapada hace caso omiso al exterior.

Un piso más y un largo pasillo es lo único que me separan del valor y mi constante cobardía por hacerle frente, un parte mía se relaja al saber que los ojos inquisidores estarán cerrados y no me juzgarán más que solo en sus sueños, si es que puede soñar y es capaz de escucharme.

El chirrido de las puertas metálicas se hace presente de nuevo y avisa que mi tortura imaginativa está a unos metros de mí.




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