Recostada en una superficie irregular Sayumi abrió los ojos intentando recordar en donde se encontraba. Ciega, se levanta tambaleante, de pie no lo analiza mucho y comienza a caminar sin rumbo en la fría e inmensa oscuridad que le llega desde sus pies descalzos. Su mente aún es una maraña de pensamientos cruzados tratando de desenredarse por sí mismos. Los recuerdos llegan apresuradamente, cada uno de ellos dolía más que el anterior. En su larga vida sólo lamentaba haber matado a dos personas, siempre se sintió culpable al punto de que durante mucho tiempo sus rostros la atormentaban incontables veces al día. Aprendió a vivir con eso, ignorando el remordimiento y siguiendo adelante.
Sin embargo, ahora sabía que ellos estaban vivos. ¿Cómo era eso posible si los había matado con sus propias manos? Manos, que al observarlas irremediablemente las veía manchadas de un intenso rojo que no se quitaba sin importar cuántas veces las lavase. Pensar que ahora sus ojos la miraban llenos de desprecio, cuando la última vez que les habían devuelto la mirada pudo ver cómo se desvanecía de ellos, la confianza que habían depositado en ese pobre despojo que supo ser. También estaba el hecho de que tenían ese objeto que solo Hisao podría tener. Al ser ella Immortal quería creer que él era un simple y mero humano que debía de estar muerto desde hacía tanto.
Se sentía mareada. Al saber que esos dos seguían con vida, aunque dejaron de ser los mismos, se sentía aliviada, pero también significaba que el único pecado con el que cargaba era todo el daño que le había ocasionado a Sesshōmaru. Tras analizar detenidamente tales cuestiones oyó una voz dolorosamente familiar hablándole, diciéndole «Querida» de la misma forma en las que tantas otras veces en el pasado lo hizo, fue entonces y solo entonces cuando supo que estaba muerta, que sus preocupaciones ya no tenían validez alguna.
—¡Gran Inukimi! ¿Puedes oírme? Por favor, Madre...
—¡No te atrevas a llamarme de ese modo! Pequeña traidora...
—No puedo evitarlo, después de perder a mi madre... Siempre te he considerado mi segunda madre, Irasue. Por favor, no me digas así, duele que me hables de esa forma.
—Sabes muy bien porqué te trato como lo hago y también que es lo que hiciste para merecerlo.
Sayumi siguió suplicando y hablándole pero no hubo respuesta, Irasue se encontraba hablando con su hijo en ese momento por lo que dejó de prestarle atención a la piedra Meidõ.
* * *
A medida que se acercaba al palacio de su madre sentía cada vez menos la presencia de Sayumi en el interior de su cuerpo. Cada extremidad del mismo se iba enfriando de modo que su piel se iba tornando azulada y sus labios de un tono morado. A pesar de estar empapados por la lluvia la frialdad traspasaba sus vestiduras haciendo estremecer al demonio. Mientras tanto la diosa perro sabía que su primogénito estaba próximo a arribar a sus dominios. Tras unos minutos levantó la vista de la Piedra Meidõ al sentir el aroma de Sesshōmaru a solo unos pocos metros de distancia.
—Madre—. Dijo a modo de saludo con un tono de voz que Irasue no supo diferenciar entre enojo, ira o dolor.
Observándolo detenidamente levantó una ceja intrigada al ver que cargaba con Sayumi en brazos, para luego llevar una de sus manos a su inmaculado rostro, apoyando su barbilla en ella.
—Sesshōmaru...— Contestó con evidente cariño.
—Tráela de vuelta—, dijo tajante antes de que ella agregara algo más.
—Humm, ¿por qué debería hacerlo?
¿No te parece que esa hanyō ha causado demasiadas tragedias?— Respondió resaltando la palabra "hanyō" con cierta pizca de desprecio.
Su hijo no contestó. Pero ella hizo una pregunta más sin prisa alguna.
—¿Y la espada que te heredó tu padre?
—No la tengo conmigo, evidentemente. Está demasiado lejos.
El demonio apretó los dientes al decir cada una de las palabras que fueron acompañadas por gélidas bocanadas de aire al salir de sus temblorosos labios. A los pocos minutos, Ah-Un descendió a los dominios de la diosa, sus sigilosos perseguidores se bajaron de la bestia adentrándose en el palacio y ocultos alcanzaron a oír lo que el amo bonito decía. El fiel sirviente jamás había visto una expresión semejante en el inmutable rostro de su señor, y en los largos años que llevaba a su servicio ni una sóla vez lo oyó de esa forma tan emotiva. El tiempo que llevaban de conocerse hicieron que el yōkai adoptara la particular habilidad de expresar los sentimientos que su amo no se permitía demostrar, la única ocasión en la que sintió más su pesar fue cuando la pequeña Rin murió momentáneamente. Jaken sabía bien que Sesshōmaru no era alguien de emociones o que siquiera las manifestara en presencia de otros o inclusive a solas. Y eso era algo que admiraba fervientemente. De tanto analizarlo nuevamente lo invadía la incógnita: ¿Quién podría ser esa mujer para que el comportamiento del Daiyōkai cambiase tanto?
Dentro de la abismal oscuridad después de un rato de súplicas sin respuesta por parte de la diosa perro, una derrotada Sayumi cae sentada al suelo. Lleva sus manos a su cabeza, sus ojos se llenan de lágrimas tras rememorar su vida hasta ese tiempo en el que no se sintió como una fugitiva. Esos días pasaron hace tantos años, cuando era una niña e Inu no Taisho la llevó consigo; a quien la hanyō recordaba con mucho cariño, y lo consideraba como a un padre, dado que no había conocido al verdadero. Su padrino solía contarle historias de las hazañas que desde su niñez llevaron a cabo con Inu no Taisa. La primera vez que el demonio la vio no pudo evitar decirle entre alegres risas que tenía la misma fiereza en la mirada que su progenitor, y desde ese instante se llevaron muy bien.