01 del Mes de Noctar, Dios de la Muerte
Día de Lluvia, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Cathanna soltó la mano de Zareth y comenzó a caminar con el corazón golpeándole el pecho una y otra vez. Ni siquiera sabía cómo debía sentirse en ese momento, ni cuál era la emoción que debía permitir que dominara: miedo, enojo, decepción, felicidad. No sabía.
A medida que se iba acercando a la sala de estar, las voces se hicieron más claras: su madre, su abuelo, sus tíos... la de su prometido. Y como siempre, su padre brillaba por su ausencia. Sintió el deseo de girarse e irse, pero fue demasiado tarde: Anne ya la había visto.
—¡Cathanna! —exclamó Anne, llevándose las manos a la boca, con sorpresa—. Mi niña, pero ¿qué te ha pasado? Te ves tan... diferente.
—Nuestra querida prima está aquí, por fin —dijo Abigaíl, con una gran sonrisa, fingiendo emoción—. No sabes cuánto te extrañamos. Y, sobre todo, tu prometido. Todo el tiempo viene al castillo a preguntar por vos. Sí que ya te quiere llevar con él. Espero sea rápido.
—Me gustaría poder decir lo mismo. —Cathanna forzó una sonrisa, mirando a todos, hasta detenerse en su abuelo, quien la recorría de arriba abajo, con un aire de desconcierto—. Pero realmente la presencia de todos ustedes es tan irrelevante para mí —dijo con una seguridad que la sorprendió—. No digo que sea mala, solo que... ya no es como antes. Sobre todo, la tuya, primita. Eres demasiado insoportable. Apuesto a que ni tu propio hijo podría aguantar tu voz.
—Pero ¿qué dices maldita mosca muerta? —Quiso acercarse, pero el agarre de su esposo se lo impidió—. ¿Quién te crees que eres?
Cathanna se encogió de hombros, restándole importancia a ese comentario; ya estaba acostumbrada a su forma tan arrogante de ser. De pronto, sintió unas manos rodearle la cintura con posesividad, haciéndola estremecer, incómoda. Su espalda se puso rígida y sus venas se calentaron como un volcán, pero no se atrevió a decir nada.
—Hasta que por fin te dignas a aparecer, Cathanna —soltó Orpheus, separándose un poco para recorrerla con la mirada—. Y, por lo que veo, ya no estás tan… delgada como antes. Ni siquiera pareces ser esa mujer que conocí hace unos meses. —Frunció la nariz con un gesto de asco—. Qué tragedia. Tenías un cuerpo llamativo. —Chasqueó la lengua, negando con la cabeza—. Por suerte, eso se arregla rápido.
—¿De qué me estás hablando? —cuestionó Cathanna, arrugando el rostro, bastante desconcertada—. ¿Cómo que “delgada”?
—Tienes que bajar de peso —sentenció él, como si estuviera dictando una ley divina que nadie debía cuestionar—. Las mujeres gordas son poco apetecibles. Y tu cabello… —Sus dedos atraparon el moño con brusquedad, deshaciéndolo sin cuidado; la diminuta espada cayó al suelo—. Deberías cortarlo un poco más. —Se inclinó hacia ella, le agarró la cara y la movió de un lado al otro como si fuera un objeto defectuoso—. ¿Y estas manchas? Cuando te conocí no tenías nada de esto. ¿Te estás dejando de cuidar, Cathanna? Si así descuidas tu rostro… no quiero ni imaginar cómo sería compartir un hogar contigo.
Cathanna sintió esas palabras meterse en su pecho como un veneno espeso, y el calor le subió al rostro, no porque tuviera vergüenza, sino por enojo. Apretó los puños con intensidad, luchando por contener una hiriente respuesta que le ganara un fuerte regaño de su madre, pero le estaba resultando malditamente difícil. Desvió la mirada a Zareth, quien se encontraba algo apartado, con la vista baja.
—Son pecas y lunares, Orpheus —dijo Cathanna, sonriendo un poco de manera tensa—. Siempre los he tenido en mi rostro, solo que el maquillaje los hacía invisible ante los ojos de los demás. Y, por cierto, mi aspecto no tiene nada que ver con cómo llevaré mi futuro hogar. —Resopló, irritada—. Es ridículo que me rebajes solo por mi apariencia.
—¿Ridículo? —Soltó una risa, moviendo la cabeza de un lado al otro—. No, es la pura verdad. Si pareces un espantapájaros como en este momento, nadie te tomará en serio nunca. Tendremos que arreglarte, porque el día que seas mi mujer quiero un cuerpo digno de mí, no uno que me quite las ganas de tocarte —escupió, recorriéndole nuevamente el cuerpo con los ojos—. Tienes que poner de tu parte si quieres que esto funcione, porque hay muchas mujeres afuera que quieren tenerme. Créeme, Cathanna, lo digo por tu bien. No vaya a ser que termines siendo una pobre solterona por el resto de tu existencia.
—Cuidado con lo que dices —soltó Zareth, con una calma tan tensa que parecía un hilo a punto de romperse en mil pedazos, y las venas del cuello se le encendieron con un destello blanco, casi eléctrico—. A Cathanna no le hablas como si fuera basura. —Clavó la mirada en Orpheus, con las cejas fruncidas, la mandíbula apretada, mientras la lengua rozaba el interior de sus mejillas como si se contuviera para no arrancarle la garganta—. Nunca en tu puta vida.
—¿Y tú quién eres, Caelstrom? —Llevó la mirada hacia él con desprecio—. ¿Su niñera, acaso? No me digas que de verdad crees que esta cosa vale algo. —Apretó con fuerza la cintura de Cathanna y la movió a los lados, riendo—. Su único deber es casarse conmigo y obedecer, no andar jugando a la niñita rebelde. Y menos ir por ahí viéndose tan repulsiva. Esta mujer es mía y debe verse como tal. No sé por qué acepté en que la llevaras a esa academia. Solo mírala. Da asco.
Cathanna cerró los ojos por unos segundos, tragando duro. ¿De verdad estaba dispuesta a aceptar una vida con alguien como él, que no le mostraba ni el más mínimo respeto, solo por complacer las peticiones de su familia? Había creído que era lo único que podía hacer, pero ahora, con esas palabras rodando por su cabeza, la duda la mantenía prisionera. No deseaba estar con un hombre que la trataba como si fuera su propiedad, que la tocaba sin pedir permiso, provocándole un miedo que había dejado de sentir muchos días atrás.
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Editado: 01.12.2025